EL trágico accidente acaecido en la noche del miércoles en el apeadero Platja de Castelldefels, que causó la muerte a doce personas y graves heridas a otras catorce, de las que tres se encuentran en estado crítico, se puede explicar, tal y como hicieron ayer tanto el ministro de Fomento, José Blanco, como el president de la Generalitat, José Montilla, en una imprudencia que lógicamente sería achacable a las propias víctimas por cuanto resultaron atropelladas cuando cruzaban las vías en una acción tan prohibida como carente de juicio y educación cívica. Es evidente. Sobre todo cuando la estación cuenta, desde hace unos meses, con un paso subterráneo entre andenes. Pero trasladar toda y únicamente la responsabilidad de su propia muerte a los fallecidos tampoco responde estrictamente a la realidad, por cuanto las características del propio apeadero de Castelldefels Playa, pese a su aún reciente reforma, no ayudaron a impedir la tragedia. Muy al contrario, abonan accidentes similares que ya se habían producido, aunque con resultados menos dramáticos, anteriormente. El último, en marzo del pasado año, cuando una joven de 19 años que acababa de descender de un tren fue arrollada por otro convoy que atravesaba el apeadero a 138 km/h, uno menos que la velocidad a la que iba el Altaris que arrolló el miércoles a más de una veintena de personas y dos kilómetros a la hora menos que el máximo permitido por la normativa en ese punto del trayecto. Quiere esto decir que tanto el Ministerio de Fomento como la Generalitat y la propia Adif, empresa encargada de la administración de las infraestructuras ferroviarias, deberían cuestionar, además del civismo o la prudencia de los ciudadanos, las medidas que han puesto en servicio para garantizar la imposibilidad de que los usuarios pongan en riesgo su vida o su integridad física. Porque el mismo y mínimo sentido común exigible a quienes cruzan las vías cuando no deben hacerlo se demanda también de quien permite a un tren que circula a una media de 180 kms/h atravesar una estación a velocidades a las que necesita varios miles de metros para detenerse sin poner en peligro a sus propios pasajeros. O que comparta, como en este caso, vías y andenes con trenes de cercanías que sí se detienen. O que dichas paradas coincidan con el horario de paso de los convoyes que cubren las grandes líneas. Que todo esto se realice sin que haya una mínima valla que separe las vías e impida cruzar las mismas. O que, en último caso, en días de gran afluencia de pasajeros en apeaderos como el de Castelldefels, vacío en invierno pero repleto en verano y en días de playa, no se extremen las medidas de seguridad. Sí, se debe denunciar la temeridad de quienes cruzaron las vías, pero ésa no fue la única imprudencia implicada en la muerte de doce personas.
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