EL anuncio por parte del presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, de la aprobación de la reforma laboral el próximo día 16, haya o no acuerdo entre la CEOE y la mayoría sindical del Estado, así como la filtración paulatina en las últimas semanas de los principales ejes de la misma refuerzan la percepción de que el Ejecutivo español está abocado a un equilibrio imposible que impedirá, una vez más, lograr los objetivos que se perseguían y no se han logrado con las cuatro anteriores modificaciones del mercado laboral que los distintos gobiernos del Estado han aprobado desde 1984, tres en los últimos trece años. La mera elección de la fecha límite para la aprobación de la misma, coincidente con la víspera del último Consejo Europeo bajo presidencia española y con el primer partido de la selección española en el Mundial de Sudáfrica, denota ya que es de nuevo la presión de la UE la que obliga a Zapatero -con lo que no cabe ya preguntarse quién decide los cambios en la política económica del Estado español- pero también que éste teme una reacción social similar a la provocada por el famoso decreto de reajuste contra el déficit. Y ello no apunta a que la reforma que pretende implementar el Gobierno sea la imprescindible para un cambio estructural del mercado de trabajo que favorezca la productividad y la competitividad sin menoscabar los derechos de los trabajadores, sino más bien a un conglomerado de medidas en algún caso contradictorias con la acción de gobierno anterior e incluso incoherentes entre sí debido al inviable intento de no inclinar demasiado, o de modo demasiado evidente, el fiel de la reforma hacia la patronal o los trabajadores. Tan inviable que tanto la amenaza de aprobación unilateral como los parámetros de la reforma que ya se han dado a conocer siquiera de manera no oficial se asemejan en muchos puntos -indemnización por despido de 33 días por año trabajado a los nuevos contratos, reducción de la temporalidad y deducciones en las cotizaciones empresariales- a aquella otra reforma que en plena mayoría absoluta quiso aprobar José María Aznar en 2002 mediante el famoso decretazo que le costó una huelga general, la destitución del ministro de Trabajo, Juan Carlos Aparicio, y un recurso de inconstitucionalidad, curiosamente presentado también por los socialistas, sobre el que cinco años después, en 2007, el TC falló de modo favorable. En definitiva, la reforma (o contrarreforma) laboral que pretende Zapatero tampoco será novedosa. Muy al contrario, y salvo inesperada sorpresa, seguirá sin poner las bases del futuro y posiblemente no sea sino un nuevo vaivén entre la precariedad y la urgencia por la creación de empleo que ha marcado todos los intentos de incidir en el mercado laboral desde aquel primer Acuerdo Marco Interprofesional de 1980 y hasta la última reforma de 2006 aprobada por patronal y sindicatos con Jesús Caldera.
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