A pesar de las declaraciones de que “nadie está por encima de la ley” y de las suposiciones de alta traición y de planes maquiavélicos que recuerdan las investigaciones durante la presidencia de Trump, es imposible quitar el tufo de abuso de poder ni de maniobra política al registro de la residencia personal de Donald Trump.

Por muy bocazas y desagradable que sea el expresidente, nadie puede decir que todos los 44 que le precedieron eran prodigios de honestidad, especialmente porque no están muy lejanos los esfuerzos de la familia Clinton por ocultar información a las instancias judiciales y aún más cerca las maniobras de la familia Biden para esconder las andanzas poco ejemplares del hijo del actual presidente a la hora de sacarle tajada a la influencia de su padre. Pero sí podemos decir que ninguno en la historia del país fue sometido a un registro como el Trump. En realidad, pocos o ningún ciudadano tuvo semejante invasión sin que antes se le enviara un requerimiento para entregar los materiales que se buscaban. Precisamente los seguidores de Trump dijeron que, si nadie está por encima de la ley, nadie debería tampoco estar por debajo.

Tal vez haya razones para este registro en condiciones irregulares pero, de momento, no se han hecho públicas y tan solo tenemos declaraciones generales de principio y un intenso debate público en que los frentes son los previsibles, pero agudizados: los medios progresistas de comunicación, junto con los políticos demócratas, repiten la cantinela de que “la ley es igual para todos”, mientras que los pocos medios conservadores y el partido republicano ven en todo esto una prueba de mala fe y un intento de abusar del poder con fines electorales.

Si semejantes divisiones no parecen lo mejor para el país, las consideraciones electorales son otra cosa: la mitad de los norteamericanos está de acuerdo con el registro hecho en la residencia de Trump, por mucho que un porcentaje algo mayor admita que lo ocurrido es más bien propio de una república bananera.

Para el Partido Demócrata, las perspectivas electorales inmediatas son tan peligrosas que cualquier maniobra parece razonable. Si no hacen nada, es casi seguro que su partido perderá el control de ambas cámaras del Congreso el próximo noviembre y quedará paralizado hasta las elecciones presidenciales dentro de dos años.

La esperanza demócrata

Normalmente, esas elecciones tendrían grandes posibilidades de devolver la Casa Blanca a control republicano, pero esta vez la presencia de Trump planea sobre sus correligionarios de manera peligrosa: las encuestas indican que habría suficiente apoyo en el Partido Republicano para una candidatura de Trump, aunque no sería suficiente para ganar las elecciones. El expresidente se ha convertido así en un personaje tóxico y en la mejor esperanza del Partido Demócrata para conservar la Casa Blanca. Hay otros candidatos republicanos con muchas más posibilidades de recuperarla, pero la sombra de Trump planea y pone en peligro el retorno del partido a la Casa Blanca. Es fácil imaginar que los demócratas desean una candidatura de Trump porque, en estos momentos, parece el candidato republicano con más dificultades para ganar la presidencia, lo que mantendría al Partido Demócrata en el poder a pesar del desencanto general.

Trump representaría para los republicanos una oportunidad perdida, especialmente ahora que van ganando apoyo en sectores tradicionalmente demócratas, como son las amas de casa indignadas por el cierre de las escuelas impuesto por el Partido Demócrata y la población de origen hispanoamericano, que se está pasando al bando republicano.

Pero el fenómeno Trump desaparecerá y la alternancia de poder seguirá aquí como en tantos países democráticos. Si no es en 2024, más adelante los republicanos volverán a la Casa Blanca y demostrarán aquello de que “donde las dan las toman”, con medidas de venganza contra sus rivales políticos. Entonces serán los demócratas quienes hablen de las repúblicas bananeras. Y ambos tendrán razón. l