En tiempos remotos, en la Costa da Morte, el cementerio de tantos, el camposanto de muchos navíos, los marinos miraban al cielo para encontrar una nube de vapor que surgía de la mar. Un faro de agua. El río Xallas escupe en cascada su alma desde las alturas sobre el Atlántico. Un fenómeno único en Europa. El obelisco de agua que se eleva en ese choque del río y la mar puede verse desde kilómetros de distancia. ¡Tierra a la vista! El Mirador de Ézaro es el cordón umbilical de esa columna mágica. La observa desde la terraza de granito del monte Pindo, el Olimpo de los Celtas. Las rocas graníticas, con formas humanas, vigilan Finisterre. En la Vuelta, la ascensión a Ézaro es un final o un inicio. Una ventana al Atlántico, pero también un pasaje apocalíptico. El Mirador de Ézaro, hipnótico y seductor, engaña. Acceder a su belleza exige un sufrimiento máximo. Antes de poder admirar la postal, los ciclista se han de arrodillar, encorvados, gateando en rampas locas del 30%. Cuestas que distorsionan el sentido común. Cascada invertida. 1,8 kilómetros de calvario. Un paredón de fusilamiento. El muro era el remate de una contrarreloj de 33,7 kilómetros entre Muros, que también se asoma al mar, y el Mirador de Ézaro .

En la Costa da Morte respiró pura vida Primoz Roglic, que saludó el triunfo con un guiño. El esloveno era un hombre feliz. No así Barta, al que le sisó la victoria del día por un segundo. La Vuelta es una carrera a quemarropa que vuelve a gobernar Roglic, el mejor de los favoritos en la crono. El esloveno aventajó en 49 segundos a Carapaz y en 25 a Carthy, la gran revelación de la carrera. Roglic manda con una renta de 39 segundos respecto al ecuatoriano y de 47 segundos sobre el inglés en la general. Vestía Roglic de verde cuando despegó de Muros. Envuelto en el maillot de la esperanza derrotó los recuerdos duros del Tour, cuando Pogacar le arrancó la piel amarilla a tiras en una jornada inolvidable. Roglic alivió el dolor profundo. Piel de campeón, mentalidad de hierro, se volvió a levantar. Los campeones se miden por la capacidad de reconstruirse tras derrotas devastadoras. Roglic peleó contra la gravedad, las dudas y los fantasmas del pasado. Los derrotó.

Para ganarse Ézaro había que cambiar de bicicleta. Roglic estaba obligado a atacar para limar a Carapaz, líder por diez segundos. Un mal cambio de bici lleva más tiempo. En ese ecosistema, el primer punto de referencia subrayó al zancudo Carthy. El inglés marcó el mejor registro en la toma de contacto de la crono. Un corredor en fosforito. Roglic estaba pegado a Carthy y Carapaz, al esloveno. Los tres en una baldosa de seis segundos. A Martin le iba peor. Concedió 25 segundos con Carthy. Mas, sin pose, se iba por encima al medio minuto. El mallorquín naufragó. Carthy atravesó sus límites. Roglic no lograba equiparse a lo que es. Solo un segundo le separaba del inglés, la sorpresa de la Vuelta. El líder ajustó la pérdida y cedió una veintena de segundos antes de las súplicas de Ézaro.

Una subestación eléctrica era el chispazo que daba vida a Ézaro. Descarga eléctrica. Bici nueva y un empujón. En el Tour, Roglic tuvo que gestionar la misma maniobra y en su lenguaje gestual se leía la derrota. En el bordillo de Ézaro la sensación era distinta. Despojado del pasado, Roglic encajó los pies con entusiasmo. La cascada de Ézaro era agua bendita. El esloveno soltó la presión. A Carthy la subida se le pegó a sus pies danzarines. También a Carapaz, que boqueó. A Carthy se le cerraban los ojos. Tics del sufrimiento. Caras sin marco, gritos de Munch. Mas era una caricatura. Incluso cambió la bici fuera de la zona habilitada para ello. Ézaro, es tan corto pero tan duro que el tiempo cae con suspenso. Entre gotas de agonía y las babas, se reivindicó Roglic, de nuevo en la cima de la Vuelta. El Mirador de Ézaro le concedió las mejores vistas. Revivido en la Costa da Morte, Roglic cicatrizó el pasado.