mathieu Van der Poel pertenece a la generación Play Station, la consola que revolucionó el mundo de los videojuegos a mediados de los noventa. El fenómeno holandés, nieto del recientemente fallecido Raymond Poulidor e hijo de Adrie Van der Poel, nació el 19 de enero de 1995 en Kapellen, Bélgica. Al igual que la Play, Van der Poel supone un acto de rebeldía, una rebelión en el universo ciclista, al que ha noqueado en una campaña sideral, convertida en un viaje lisérgico. Van der Poel, construido en el barro del ciclocross, dos veces campeón del mundo de la especialidad, se sitúa como uno de los ejes gravitacionales de la próxima campaña. “Mis objetivos para 2020 incluyen las clásicas de carretera y la prueba de MTB de los Juegos de Tokio. Me centraré también en las pruebas de fuera de carretera y podría considerar hacer la Copa del Mundo de MTB”, expone el holandés, que contiene todo el arsenal necesario para ser uno de los grandes clasicómanos del porvenir. Van der Poel, que podría estar en la Vuelta a España, está dispuesto a alterar el tablero.

Su irrupción, volcánica, se compara a la de Peter Sagan no solo por la clase y talento que atesora sino también por el manual que maneja cada vez que se pone un dorsal. El libro de estilo de Van der Poel es el del ataque. Es su salvoconducto. Un ciclista valiente y en alguna medida, histriónico, desbordante, desmesurado. Pura exuberancia. Aunque sumamente ambicioso y competitivo, Van der Poel posee una visión lúdica del ciclismo. Su profesión es un juego. Supone el regreso a la infancia de un portento físico de 1,84 metros y 75 kilos. Disfruta dando pedales como en la videoconsola. El deleite de la diversión. “Divertirse debería ser lo primero en todas las actividades que hagas. Yo lo consigo al no seguir una planificación estricta y al hacer lo que realmente me apetece”, desgrana Van der Poel, que se aleja del estereotipo del ciclismo de potenciómetro, cálculo y Excel.

El holandés disfruta como un niño derrapando y haciendo malabares con la bicicleta en la playa, su banco de pruebas. Las cabriolas sobre la arena le han otorgado un excepcional manejo de la bici, que exhibe en todos los frentes: en ciclocross, en mountain bike y en carretera, la última disciplina en la que se ha disparado, aunque su éxito no es nuevo. En 2013 fue campeón del mundo júnior en ruta en el Mundial de Florencia. Ese mismo año también se coronó como campeón del mundo júnior de ciclocross por segunda vez. En 2015 alcanzó la gloria en categoría absoluta, el más joven de la historia en lograrlo. Un genio. Así, durante la pasada primavera, en solo 15 días de competición, Van der Poel fue capaz de atesorar media docena de triunfos, entre ellos A través de Flandes, la Flecha Brabançona y la Amstel Gold Race, prueba que su padre conquistó en 1990. Mathieu cosió su nombre al palmarés de la cita después de una exhibición arrolladora y que se recuerda como una de las mejores carreras del pasado curso. Esa victoria le otorgó aún más vuelo. Van der Poel ya no era el hijo de Adrie o el nieto de Poulidor, era Mathieu.

PROTAGONISTA EN EL MUNDIAL Con esa jerarquía, la de su nombre, logró la general del Tour de Gran Bretaña después de vencer tres de sus etapas. En total, acumuló 11 victorias en solo 31 días de competición y fue uno de los grandes protagonistas del Mundial, donde se exhibió hasta que implosionó con una pájara descomunal cuando estaba en el grupo donde se pleiteaba por el arcoíris. Generoso, desmedido en el esfuerzo, tanto derrochó Van der Poel que se quedó vació. Deshabitado. No le quedó ni el eco del alma en sus adentros. En una carrera de fondo, de aliento largo, eso le condenó. Le borró de cualquier opción. Aquel episodio le sirvió de experiencia y elevó su cotización. ¿Qué no hubiera sido capaz de hacer si se hubiese reservado un poco?, se preguntan los expertos. “Hablamos de un ciclista habituado a esfuerzos de una hora, los del ciclocross, y es capaz de ganar clásicas. Es un superclase”, determina un reputado ciclista profesional. Se desconoce cuál puede ser el techo de Van der Poel, un recién llegado al asfalto que derriba todos los muros convencionales con ese deje de los que se lo pasan en grande.

El juego a modo patrón, de hoja de ruta. En la bicicleta y en su tiempo libre.“Me gusta jugar. Esa es una forma de relajarme para mí. Para llenar el día, eso me resulta ideal. Sí, puedo decir que es una pequeña adicción”, dice Van der Poel, un entusiasta del Fortnite, el juego que ha enganchado a millones de usuarios. Se trata de un juego donde hasta cien jugadores luchan en una isla, en espacios cada vez más pequeños debido a la tormenta, para ser la última persona en pie. Un manual de resistencia. Pura supervivencia. Como en el ciclismo. Donde solo gana uno. El mejor, el más fuerte. A ese estirpe responde el prodigio holandés, que ríe y disfruta cuando monta en bicicleta y maneja los mandos de la Play en el sofá. El joystick es de Van der Poel.