Bilbao - Si Radiohead es uno de los grupos alternativos más interesantes y apreciados de las dos últimas décadas no es exclusivamente por Thom Yorke aunque su liderazgo al micrófono y a la composición resultan innegables. Y también su valentía, como demostró en la madrugada de la primera jornada con su proyecto personal con Tomorrow’s modern boxes, con el que ofreció un concierto arriesgado que dividió al público y dificultó sus bailes con una electrónica distópica y taciturna, sin guiño alguno a su grupo original y con unos visuales sensibles y fantasmagóricos.

Poco después de que Liam Gallagher ejerciera de estrella del rock inmovilista aunque efectiva, se subió al escenario Bestean el también británico Yorke. Son como el agua y el aceite, artistas y personas contrapuestas. El primero ejerce de roquero orgulloso, macarra y chulesco; el segundo, de sensible e introspectivo. Y así resultó el concierto de Yorke en Kobetamendi, de melancólico, arriesgado e inaprensible para la mayoría del público.

El de Oxford tiene claro que está de gira para reivindicarse como artista en solitario y, por ello, renegó totalmente del repertorio de Radiohead, incluida esa concesión de In rainbows titulada Reckoner que interpreta en ocasiones. A eso se le llama riesgo y valentía. Y se suma a la ecuación que su proyecto en solitario como Tomorrow’s modern boxes, que toma el nombre de su segundo disco, no es precisamente accesible ni mayoritario.

En Kobetamendi apareció únicamente con dos acompañantes: su mano derecha y productor recurrente Nigel Godrich y el artista multidisciplinar Tarik Barri. Apoyados en ellos, ordenadores y múltiple cacharrería electrónica, arrancó con un teclado apoyado en un colchón de sintetizadores con Interference. Lento, muy lento, sentado y con una balada fría que rompió con el ritmo casi funky de Impossible knots, de su último disco, Anima, animando al baile con su ritmo y ambiente circular ya desde el frente del escenario.

Bailes escasos

Existe el error de identificar la electrónica con los ritmos machacones y con bases sintéticas gruesas. La de Yorke es más introspectiva y mental que física. Y pronto lo comprobó el público, que no tuvo muchas oportunidades de baile y desenfreno a lo largo de un set largo, de hora y media de duración y que picó de todas las aventuras en solitario del británico.

El movimiento y desfogue físico llegaron puntales y sorpresivos, con piezas como Black swan (con él al bajo, cuya línea repetitiva dictó su desarrollo) o The clock, con su autor protagonizando unos bailes espasmódicos (como los de Idiotique y el reciente documental filmado por Paul Thomas Anderson) por el escenario antes de volver a los sintetizadores. Hubo más tiempo para la contemplación hipnótica con la electrónica oblicua de A brain in the bottle y la inaprensible y exótica Has ended, extraída de su banda sonora Suspiria.

Visuales magníficos

Yorke también se atrevió con la guitarra (apenas audible) en Harrowdown hill y estuvo siempre secundado por unos visuales magníficos proyectados en una gran pantalla en la que formas y colores jugaban y estallaban según los estados de ánimo de cada tema. Así, fundido en un fondo azul y sentado al teclado, Yorke logró conectar y provocar una emoción desbordante en piezas de su último disco, Anima, como Not the news y, sobre todo, Dawn chorus, que exhibió un gancho melódico que el público, que fue desertando a medida que avanzaba el recital, echó en falta casi siempre. Los peligros de la valentía y el riesgo. - A. Portero