Bilbao - En el horno crematorio de La Pierre de Saint-Martin, la piedra de la paz, le dicen los lugareños, el calor alto, respingón, la humedad pegajosa, el aire asfixiante que crece a modo de una enredadera por los Pirineos, el primer altar del Tour, se sentía el frío aséptico de la morgue. Esa luz opaca, tenue, de fluorescente. El lugar donde palidecen los rostros, agrisados, envejecidos. En ese espacio desasosegante, claustrofóbico en medio de la naturaleza salvaje, silba su melodía Froome, las mejillas del corredor traslúcido, sonrosadas, felices, el pulgar en alto, después de aniquilar a sus rivales, uno tras otro, con enorme facilidad. Juego de niños. “No me gustaría estar en la piel de mis adversarios”, decía Froome una vez dinamitado el Tour con una explosión nuclear. Fue tal su magnitud que alguien preguntó al británico sobre los asuntos oscuros del ciclismo. “No tengo nada ocultar”, esgrimió respecto a la naturaleza de su forma física el mismo día que se supo que alguien pirateó su ordenador y se hizo con los datos de sus entrenamientos. También los de la demostración en el Mont Ventoux en 2013. Aquella fue una ascensión en cohete que parpadea en los anales del ciclismo. Como la de ayer a La Pierre Saint-Martin.

La onda expansiva de su exhibición deforestó la carrera, un páramo después de Froome, un extraterrestre. No hay vida después del británico, si acaso una letanía, la agonía, las campanas de un sepelio. Réquiem por el Tour. Sentado en una silla, rebajado el ácido láctico en el rodillo, Froome elevó el pulgar. Victoria. Antes lo había bajado. Emperador. Sin perdón. No hay rivales que le sostengan la mirada a Froome que enraizó el Tour en el desierto. Tormenta de arena. Allí enterró Froome a Van Garderen, a 2:52; a Quintana, a 3:03; a Contador a 4:01 y a Nibali a 6:57. Boquiabiertos, miran al británico con un telescopio. Les separa un viaje a la Luna. Froome pilota la nave Sky, el equipo que repartió tickets en la carnicería. Richie Porte, porteador del líder, fue segundo en la etapa, por delante de Quintana, y Geraint Thomas, un percherón para cabalgar sobre el pavés, coronó la cima sexto. No quiso esprintarle a Valverde. Con dos semanas de Tour aún en el alero, Froome corre contra sí mismo. Será lo que él quiera. No tiene sombra que le persiga.

En el aterrizaje sobre los Pirineos, no hubo prisioneros. Agarró la carrera por la pechera y la agitó de tal manera que de los bolsillos cayeron Quintana, el menos dañado ayer, Contador, Van Garderen y Nibali, golpeados todos ellos sin piedad por el frenesí de Froome, endiablado su ataque cuando ya solo cohabitaban él, Quintana y el magnífico Porte, sherpa del británico a poco más de seis kilómetros para la cima. Antes del estirón de Froome, que destempló a Quintana, el maillot blanco atado hasta el gaznate, el ritmo del Sky deshabitó al resto. Nibali, campeón el pasado año, no tardó en ondear la bandera blanca. Se rindió frente a la alegría del Movistar, pizpireto desde la base del puerto, donde Frédigo daba los últimos coletazos y decía adiós a la cámara. No fue el único en despedirse. Nibali, renqueante, se diluyó a diez kilómetros para la azotea. No había paz para el siciliano. La Pierre de Saint- Martin era para entonces un escenario para la histeria colectiva, un ejercicio de supervivencia en el que faltaba el aire. Purito, el hombre que soñaba con los Pirineos, braceaba en la amargura. Descontado. Tachado. Otra víctima. Uno más de la lista.

la trituradora de porte En el selecto grupo aún jadeaban Froome, Geraint Thomas, Porte, Contador, Valverde, Quintana y Van Garderen. Thomas y Porte, -el australiano estuvo perdiendo hilo en cada acelerón durante la primera semana-, recuperados para la causa, abrieron todavía más la maneta del gas que había alimentado Gorka Izagirre, sublime su trabajo para Quintana. Valverde, las piernas chisposas, se puso de pie para tratar de hacer descarrilar al tren del Sky, sobre raíles en Saint-Martin. Del convoy se esfumó Barguil. Desplomado. Apenas unos fotogramas después, ahogado, aplastado por la ausencia de aire, Contador quedó sin aliento. Con el fuelle agujereado, reventaba. Implosión. Las piernas, inertes, de trapo. Al madrileño le pintaba El Greco. Fundido a negro. Ese color tapizó la mirada del imberbe Van Garderen. Hilo a hilo se deshilachó el norteamericano. Al camión. Porte era una trituradora. Carne para la picadora. La ascensión del australiano había levantado un hospital de campaña. Solo resistía el blanco de Quintana entre la tenaza del Sky. Hasta que Froome conectó las turbinas.

De pie, el casco balanceándole, las gafas de espejo polarizándole el horizonte, y el potenciómetro guiñando los ojos de puro gozo, Froome fue un disparo. Quintana trató se soportar el estirón, pero Froome volaba, desencadenado. Picó una grieta que fue una falla. Froome sobre el volcán. Quintana cedió metro a metro. Del resto no había noticias, solo señales de SOS. Código morse. Froome, por contra, redactaba con la destreza del mejor taquígrafo un párrafo solemne para la historia del Tour. Tecleaba a toda velocidad en el desfiladero de aficionados que solo le intuían de lo rápido que subía. Una ascensión a borbotones, descorchadas sus piernas. Quintana, hierático, trataba de no salir muy perjudicado. Fue quién mejor resistió el vendaval de Froome. A un paso de la cima, Porte rebasó a Quintana. Era la cola del huracán. Rey sol el día que se festeja la revolución francesa, Froome se subió a loma de La Pierre de Saint-Martin para ojear sus dominios y ver el rictus de un ejército de penitentes, de sombras que ya no lo son. Las caras sin marco de Contador, Van Garderen y Nibali. Los rostros de la derrota. Es el rastro de su reinado. Su sello. Froome fue invisible para el resto. El hombre sin sombra.