JO, qué guay, los columpios. ¡Mira qué de niños!". Ni el castillo era Eurodisney ni la gente menuda está en peligro de extinción, pero a uno de los críos que acuden al campamento de Azkorri, en Getxo, la escena le pareció un espejismo después de tropecientos días de confinamiento por coronavirus y toboganes precintados. "Te alegra y te da pena a la vez. Dices: Joé, lo que les ha tocado", comenta su coordinador, Jairo Navarro, quien describe "una foto bastante diferente" a la del pasado verano. "Otros años era: Ah, un campamento. Esta vez les noto como: ¡Ostras, qué bien, un campamento!".

Jairo refleja así la euforia de los niños y niñas que acuden al campus en inglés que se desarrolla desde la semana pasada en el citado colegio, pero podría estar hablando perfectamente de la de sus progenitores, quienes, ante la cancelación de otros campamentos, se han agarrado a este, organizado por Edukabilbo, como a un salvavidas. "Una madre, que me llamaba todos los días, vio el cielo al confirmarse el campamento. Me decía: Mi hijo lleva desde marzo tumbado en el sofá. Me habéis venido... No lo sabes bien". Pero Jairo sí que lo sabe. "Notamos bastante alivio en las familias. He hablado con otra pareja y les viene de vicio".

Para muestra, Iker González, padre de una criatura de 11 meses y dos niños de 3 y 5 años. Él y su pareja ya teletrabajaban antes de la pandemia. Lo de los últimos meses, dice con conocimiento de causa, ha sido un amago, porque "tienes, además, que atender a los niños, ir a clases virtuales, hacer fichas y pintar con ellos, entretenerlos... Un montón de cosas", enumera. Y en ese juego de malabares, pasa lo que pasa. "Estábamos ya bastante apurados, sobre todo, por mis hijos, que por las tardes ya estaban irritados y cansados de todo. Necesitaban estar con otros niños. Además, es muy difícil conciliar porque aún son muy pequeños. Estás en cualquier reunión de vídeo y aparecen por detrás diciéndote que necesitan ir al baño o comer. Es inevitable", comprende, paciente.

Con esa papeleta, enterarse del campamento de Azkorri por "una cadena de WhatsApp" y mandar la solicitud fue todo uno. "Desde que lo vimos no tardé ni media hora en apuntarlos". Cuando le dijeron que, pese al coronavirus, el campus seguía en pie, sintió una mezcla de "alivio y satisfacción". "Estuve esperando la llamada como si fuera...". No encuentra la palabra, pero se antoja un premio gordo. "Era un desahogo que íbamos a tener todos para poder tirar estas semanas. Nos pusimos supercontentos y ellos igual, porque también lo necesitaban". Prueba de ello, dice, es que "se levantan pronto, se visten solos y desayunan rápido. Lo primero que nos dijeron al salir es que por qué no se quedaban a comer". Les supo a poco. "Se lo pasan superbién. Juegan al escondite, hacen máscaras, guerras de globos... y nosotros podemos trabajar con mayor agilidad", agradece.

"Durísimo para los monitores"

También Nikolas, el hijo de Olga Hernández, está "eufórico" desde que lo llevan al campus, no para conciliar, sino para que se relacione. "Durante el confinamiento salía al jardín de casa a jugar, pero estaba ansioso por verse con otros niños. Por eso buscamos el campamento. A mí me daba miedo, la verdad, pero desde el minuto uno está feliz, ha hecho amigos, van a la playa... Lo está disfrutando muchísimo", cuenta Olga, que en el parque se encontraba con "el recelo de otras madres" y el suyo propio. "Decías: ¿Qué hacemos? Que se acerquen, que no...". Aunque parece que "algunos se han olvidado de ello", el coronavirus, apunta Ronald Twigt, su marido, sigue aquí. "Con la pandemia la decisión de mandar al niño a un campamento era bastante difícil", admite, pero confiaron en que aplicarían las medidas de seguridad. También Iker tiene "esa preocupación" y "entiende que puede haber riesgo", pero considera "imposible tenerlos aislados más tiempo. Necesitan contacto con otros niños y con los protocolos no tiene por qué pasar nada".

Para su tranquilidad, el coordinador del campamento explica que trabajan divididos en "burbujas de un profesor con hasta catorce niños" y la ausencia de contacto entre ellas "se cumple a rajatabla para que, si pasa algo, se aísle solo a ese grupo". Además, en el aula usan mascarilla e intentan respetar siempre las distancias de seguridad. "Da pena. Lo natural en los niños es abrazarse. Me sorprende que ni se tocan, aunque es inevitable cierto contacto. Es menos divertido y durísimo para los monitores estar todo el rato diciéndoles, pero es lo que hay. Esto ha surgido así y hay que sobrellevarlo".