El número 31 marcó la vida de José Luis Ariznabarreta Pujana, exdocente de Maristak y exárbitro fallecido el pasado sábado a los 87 años de edad. Su casa, en el portal número 31 de la céntrica vía de Durango Artekalea, fue bombardeada el 31 de marzo de 1937, día en que también desapareció temporalmente su padre, Juan Domingo. Su hermano Javier nació el 31 de octubre de 1944. Además, el mismo día que este cumplía un año, el 31 de octubre de 1945, falleció su padre.Pocas personas en Durango conocen la dura historia que tuvo que vivir este amigable hombre que ha dejado huella en la villa vizcaina por su entrega en la docencia así como en el deporte. A las contadas personas que se preocupaban por aquel pasado infantil, José Luis salía raudo a reivindicar que él fue “un niño de la guerra”, y si hacía falta tartamudeaba para dejar clara una posición que muchos especialistas de la memoria histórica debieran tatuarse de una vez por todas en sus mentes. “Me molesta que denominen solo niños de la guerra a quienes exiliaron. Nosotros fuimos tanto o más niños de la guerra que ellos. Algunos ni regresaron y si lo hicieron tarde, encima pedían indemnizaciones. A nosotros nadie nos ayudó. Los que nos quedamos fuimos los que levantamos la nación, Euskadi. ¡Y sin homenaje!”, protestaba en declaraciones a este diario.

El día en el que los militares españoles que dieron el golpe de Estado contra la legítima Segunda República se unieron a los también militares de Hitler y Mussolini, y decidieron bombardear el pueblo inocente de Durango el 31 de marzo de 1937, Ariznabarreta estaba en su hogar del casco viejo. Su madre, Carmen Pujana salía despavorida de su casa con su hijo José Luis, de cuatro años, y con su hija Esperanza, de un año.

Una bomba italiana acababa de caer sobre su casa en el portal de Artekalea. “Oímos la sirena y yo le decía a mi madre: ¡Vamos, vamos! Ella estaba buscando un abrigo para mi hermana. Entonces, escuchamos caer la bomba, el ruido que hizo al impactar en la casa, pero por suerte no explotó”, valoraba hace ocho años.

Los tres subieron esta popular vía duranguesa y en el cantón con la plaza de Santa Ana se acurrucaron “tumbados en el suelo. Desde la parroquia nos gritaban: ¡Quietos, quietos!”. Con la calma, llegaron al pórtico de Santa Ana. De ahí, se dirigieron a la casa de Tiburcio, El Cestero de Tabira. El segundo bombardeo les cogió entre huertas del barrio.

Su testimonio encoge: “Contaba los aviones en alto y mi madre me decía: ¡Cállate!”. Se resguardaron en casa de Tiburcio. “Las cosas si no las hablas se olvidan. Por eso, la memoria histórica hay que hablarla. Gracias a ello recuerdo que donde El Cestero, me encontré entre los helechos o hierba seca que tenía un huevo de una pollita. ¡No se me olvida!”. A continuación partieron hacia Izurtza con un objetivo: “Mi madre buscaba leche para alimentar a mi hermana Espe, de tan solo 16 meses”.

Por la noche, retornaron a Durango, a la cárcel del pueblo porque un hermano de la madre, Vicente, era el carcelero oficial y “hacíamos media vida allí porque era donde vivía mi abuela. Mira, yo mis primeros juegos los hice con los presos. La mesa de allí acabó en mi casa de Kalebarria”. De allí, salieron hacia un caserío de Bakixa, en Iurreta, y buscaron la migración interna en Limpias, municipio de Cantabria.

El padre del finado José Luis y Esperanza era barrendero municipal. “Desapareció con metralla en su cuerpo” el 31, día del bombardeo fascista. Volvió al tiempo. Murió cuando “la metralla le llegó al corazón”, valoraba el hijo. El padre tenía solo 40 años. De nombre Juan Domingo, era “un socialista de pro, de los de antes. Mi madre era nacionalista vasca y mi abuela carlista. ¡Lo que no se dirían entre ellos! Sin embargo, en mi vida he oído en casa hablar nada de política”, agregaba.

A Limpias llegaron “por casualidad”, porque José Luis era ahijado por partida doble de dos hermanos, sobrinos carnales del “pintor Ignacio Zuloaga, aquel de los billetes de 500 pesetas”, subrayaba orgulloso, y que vivían en Komentukalea de Durango. Esta familia tenía una casa de campo en el municipio cántabro. Su siguiente dirección fue Lersundi, 6, en Bilbao. “¡Hasta seis familias vivimos en la casa!”, enfatizaba este exprofesor en Maristas y exárbitro de fútbol. “Llegué a ser juez de línea en un partido de Primera División que enfrentó a los clubes Córdoba y Zaragoza”.

De Bilbao, su madre y su abuela volvieron en 1941. “Cerca de Ibaigane cogí pellejos de naranja del suelo, los lavé en una fuente y me los comí”, agregaba. Un año después, él y un hermano retornaron. “Íbamos a volver con el carbonero Antonio Duñaiturria, pero algo pasó y nos vinimos andando a Durango. Pasamos diez horas caminando sin nada que comer”. Quitó aquel hambre en un caserío cercano a la empresa papelera de Iurreta, donde residió un tiempo. La vida se tranquilizaría años más tarde en su hogar de Goienkalea.