La vida de María Teresa Rivera (San Juan Opico, 1982) ha estado marcada por la violencia prácticamente desde que nació. Cuando apenas tenía cinco años su madre desapareció. Eran tiempos de guerra en El Salvador y la pequeña y su hermano de dos años se quedaron huérfanos. “Me convertí en mamá a mis cinco años”, dice con voz triste. Los hermanos se quedaron a cargo de su abuela, “pero era muy anciana y nosotros teníamos que ayudar”. “Mis tías dijeron que se ocuparían de nosotros, pero nos explotaban, como le ocurre a tantos niños y niñas en mi país, nos utilizaban para llevar dinero a la casa”, relata.

La madre de María Teresa era defensora de derechos humanos. “De ella aprendí que como mujeres nos tenemos que empoderar. Mi mamá siempre decía que las niñas no habían nacido para cuidar a un hombre, que las niñas nacen para ser ellas mismas. Siempre me decía: vos tenés que estudiar. A pesar de que tenía solo cinco años, lo recuerdo como si fuera ayer”, rememora. Por eso no se resignaba a la vida que sus tías tenían reservada para ella. “Mis tías me decían que yo había nacido para estar en la casa y cuidar al marido”. Ella quería estudiar. Por eso, con siete años empezó a asistir a la escuela en el turno de noche. “Cada vez que llegaba a la casa, me esperaban golpes, porque mis tías no querían que yo estudiara”.

Un día, camino de la escuela, unos vecinos la violaron. María Teresa tenía ocho años. “Mi familia me echó la culpa a mí, decían que me había pasado por desobediente, y no avisaron a la policía”, lamenta. Conocía a su violadores y durante un año tuvo que cruzarse con ellos en la calle. “Ellos me dijeron que si contaba algo, mataban a mi abuela y ella era lo único que yo tenía”. Conocedora de la situación, su madrina se llevó finalmente a los hermanos a San Salvador, la capital del país.

La vida en San Salvador

“Me golpeó cuando estaba embarazada”

María Teresa y su hermano pasaron el resto de su infancia en una casa de acogida de la ONG Aldeas Infantiles. Sin embargo, la fatalidad no dejó de acompañarles. “Mi hermano desaparece con 15 años, no sé qué fue de él, nunca lo encontramos”, asegura. Al otro lado del teléfono, María Teresa respira hondo. “Me entra mucha tristeza, dolor, rabia, son muchas emociones al mismo tiempo. Mi vida estuvo marcada desde el momento en que vine al mundo”. Su historia es difícil de contar, sin embargo, ella asegura que le ayuda revivirla. “No quiero que ninguna niña ni ninguna mujer pase por lo mismo que yo”. Lo dice con la convicción de quien ha hecho de esta causa el motor de su existencia. Refugiada en Suecia desde hace tres años, María Teresa Rivera recorre Europa dispuesta a contar su historia a quien quiera escucharla. Hace poco estuvo en varias ciudades del Estado español de la mano de Amnistía Internacional.

La mujer, que ahora tiene 36 años, salió de aquella casa de niños a los 18 años con su Bachillerato terminado. “Mi meta siempre fue estudiar, pero no pude seguir estudiando más porque no tenía recursos”. Entonces se puso a trabajar. Primero como teleoperadora, luego como dependienta de ropa, de tela y, al final, en una fábrica textil. Conoció a su primera pareja muy joven. “Al principio todo era bonito, como pasa siempre, pero después comencé a recibir violencia de todo tipo, violencia verbal, violencia física”. Él no quería que María Teresa trabajase fuera de casa, pero ella se rebeló una vez más contra ese destino que tenía marcado por haber nacido mujer y pobre. “Yo siempre tuve claro que quería ser independiente, no quería que nadie me dijera: este plato lo compré yo. Ahí surgían todos los problemas”, relata. Estuvieron cuatro años juntos y tuvieron un hijo. “Cuando estaba embarazada, él me golpeó y después de que tuve al bebé me golpeó otra vez. Esto me lleva a separarme cuando mi hijo tiene tres meses. Vivíamos con mis suegros y cuando les dije que me iba de la casa, ellos dijeron que el que se tenía que ir era él. Mi suegra siempre me ha apoyado”, se consuela. Sus suegros también la defendían cuando su expareja acudía a la casa e intentaba golpearla. Hasta que un día no volvió más. Cuando su hijo tenía seis años, María Teresa conoció a otro hombre. “También fracasé”, lamenta.

Las 17

“Yo no aborté, sufrí un aborto espontáneo”

“Cuando nos separamos, yo no sabía que estaba embarazada”, avanza. El 24 de noviembre de 2011, María Teresa empezó a sentir dolor abdominal y fue al baño sin luz de su humilde casa. “Me bajó algo rápido. Cuando me levanté estaba llena de sangre y me desmayé”. Lo siguiente que recuerda es que se despertó en el hospital esposada a la cama. “Todos me decían que había matado a mi bebé y yo preguntaba, ¿qué bebé?”. Fue su suegra quien, al encontrarse a María Teresa ensangrentada, llamó al hospital y fue el personal del centro hospitalario quien llamó a la policía y la acusó de haberse sometido a un aborto.

En realidad, la mujer había sufrido un aborto espontáneo en la semana 21 debido a una complicación obstétrica. Tras una modificación introducida en 1998 en el Código Penal, la interrupción del embarazo está prohibida en todas las circunstancias en El Salvador, incluso cuando el embarazo es consecuencia de una violación o cuando la vida de la mujer o del feto corren peligro. María Teresa fue enviada al día siguiente a la cárcel preventiva La Bartolina, donde estuvo cinco días. “Me quitaron el medicamento que me habían dado en el hospital, no me dejaban pasar comida, me trataban como a un animal, los policías me decían que me iban a matar como yo había matado a mi bebé”.

“A los cinco días me llevaron a la audiencia inicial, allí la abogada del Estado no me preguntó nada, no me hicieron ningún tipo de examen para ver si yo había tomado algo o me había introducido algo para provocar el aborto”, denuncia. Ingresó en prisión. “Yo no aborté, tuve un aborto espontáneo”, clama, todavía hoy. “En la cárcel sufrí demasiado, además del sufrimiento por haber perdido un hijo, estaba la tortura de estar aguantando que funcionarios y otras mujeres presas me dijeran sos una asesina, sos una mala madre, comeniños. En la cárcel no hay agua, la comida que te dan está arruinada, con gusanos, y tienes que aguantar que los policías te hagan requisas introduciendo sus dedos en tus partes íntimas”, enumera.

A los ochos meses de ingresar en prisión, María Teresa fue condenada a 40 años de prisión por homicidio agravado. Al tratarse de un parto extrahospitalario, no podía calificarse legalmente como aborto y, por ello, la fiscalía cambió la tipificación. “En ese momento pensé que lo había perdido todo, que principalmente había perdido a mi hijo”, lamenta. Al mes de ser condenada, la mujer recibió la visita de la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del aborto en El Salvador. “Yo pensaba que era la única en esa situación. Me explicaron entonces que estaban trabajando por las mujeres y que yo era una de las 17. Yo no sabía qué era eso”. Las 17 eran las mujeres que habían sido condenadas por homicidio agravado a causa de un aborto.

Y entonces las conoció a todas y escuchó sus historias. La de Maira Verónica Figueroa, condenada en 2003 a treinta años de cárcel por un delito de homicidio agravado tras perder al hijo que esperaba por un problema obstétrico. La joven se había quedado embarazada a los 19 años fruto de una violación. “Su violador estaba libre y ella estuvo 15 años en prisión”, denuncia María Teresa, llena de indignación y rabia. Maira pudo salir de prisión en marzo de 2018 tras recibir la conmutación de la pena por parte del Gobierno salvadoreño tras un dictamen favorable emitido por la Corte Suprema de Justicia.

Otra de las 17 era Carmen Guadalupe Vásquez, violada a los 17 años por un vecino. En la última etapa del embarazo empezó a sufrir hemorragias y, sin permiso para irse a dar a luz, dio a luz en la casa donde trabajaba. El bebé murió y ella fue llevada finalmente al hospital. Despertó al día siguiente esposada a la cama. Nadie le dio la oportunidad de explicarse y fue condenada a treinta años. En 2015, tras siete años en prisión, recibió un indulto después de que las autoridades reconocieran “errores judiciales” en la acusación inicial. Libres salieron este mismo año también Alba Rodríguez, María del Tránsito Orellana y Cinthia Rodríguez, tras nueve y once años en prisión y con historias muy similares.

Ya no son 17. Son más, porque a pesar de estas excarcelaciones, otras muchas mujeres han sido acusadas y condenadas en los últimos años por aborto en El Salvador. El pasado octubre, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos decidió enviar a la Corte Interamericana de Derechos humanos el primer caso de una mujer condenada por aborto en El Salvador. Se trata de Manuela, que con 33 años sufrió complicaciones en su embarazo. Tras la imposición de la pena, en 2008, esta mujer fue diagnosticada de cáncer linfático y dos años después falleció en prisión al no recibir la atención médica necesaria.

En Libertad

“Querían que volviera a la cárcel y eso no”

“Esto nos pasa solo a las mujeres pobres. La mujer rica sale del país o aborta en una clínica privada y no pasa nada”, critica María Teresa, que salió libre en 2016, tras más de cuatro años en prisión. “Gracias a una campaña internacional, mi proceso se abre otra vez. Cuando me condenaron, el médico forense no llegó a testificar. Pero en esta revisión de la sentencia, el juez exige que se presente. La fiscalía decía que yo había estrangulado a mi bebé y el médico forense dice que el bebé no presentaba ningún maltrato, que ya estaba muerto en mi estómago”, cuenta.

La fiscalía no se conformó y apeló. “Querían que volviera a la cárcel y eso no lo iba a permitir. Ya me habían separado una vez de mi hijo (entonces tenía 11 años). El estado me perseguía, nadie me daba trabajo, sufría discriminación social”, explica. Eso por eso que cuando una ONG sueca le ofreció dar una conferencia en su país no lo pensó dos veces. Hizo las maletas con su hijo y salió de El Salvador. Pidió asilo y Suecia se lo concedió. Ahora estudia auxiliar de enfermería y lucha por la despenalización del aborto en cuatro causales. Algún día le gustaría cumplir su sueño de niña: ser abogada y defender a los más vulnerables.