EL Foro Económico Mundial de Davos celebrado en 2018 publicó que el 1% de la población mundial había acaparado el 82% de la riqueza generada el año 2017. Después del covid-19, guerra de Ucrania por medio, Oxfam internacional presentó ante ese mismo Foro un informe titulado Beneficiarse del sufrimiento (2020-2022) constatando que durante los dos años de pandemia se acuñó un nuevo multimillonario cada treinta horas, mientras que un millón de personas irán cayendo en la pobreza cada 33 horas durante el año en curso.

Lo terrible es que esos grandes números ni nos impresionan ni nos conmueven personalmente, tan lejanas vemos esas situaciones pues la riqueza está fuera de nuestro alcance y la pobreza parece lejos de nuestra vida. Pero todo está cambiando. Con la revolución tecnológica nos fuimos desprendiendo de la simbiosis del trabajo humano productivo, de la economía real, y salimos disparados hacia la codicia y la alienación dando entrada a la economía especulativa: hacer dinero con dinero.

Ganadores y perdedores

Esa pesca de altura, solo posible para quienes disponen de barcos bien armados y redes de gran calado, produjo situaciones económicas sorprendentes en ámbitos tan distintos como el comercio internacional, los mercados de valores o el inmobiliario. Hace años tuve una revelación cuando me enteré de que el transporte marítimo era tan barato que en el plano financiero tenía más sentido que el bacalao escocés viajara miles de millas hasta China para que lo cortasen en filetes y luego lo mandaran de vuelta para ser servido en los restaurantes y tiendas escocesas, que pagar a escoceses para que lo cortasen ellos mismos.

Aquella deslocalización, al igual que otras industriales, incluidas las empresas vascas, jugaba con unos precios del petróleo baratos, unos salarios miserables y unos políticos acomodaticios con más maquinaria que ideología, desatentos ante el desmantelamiento de la estructura productiva nacional. Y tenía unos pocos ganadores, los dueños del dinero, y unos perdedores, los pobres de siempre y los indiferentes que sin apenas darse cuenta estaban abocados a la pobreza.

La indiferencia es apatía, es cobardía, es parasitismo, no es vida, nos enseñaba Antonio Gramsci, que insistía: “La indiferencia opera con fuerza en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, lo que trastorna los planes, la materia bruta que se rebela contra la inteligencia”.

El idealismo de aquellos años no tan lejanos del antifranquismo, de la construcción de nuestro autogobierno, ha ido cediendo terreno ante la arrolladora y aplacadora pasión materialista. Hace tiempo que se instaló entre nosotros el tanto tengo tanto valgo; el seas quien seas, coge lo que puedas; da igual qué.

Esa cultura conformista vino de la mano del control tecnológico. Si la televisión nos llevó a un pensamiento entontecido, las redes digitales nos han conducido a un pensamiento embrutecido y a la despreocupación, a un vivir sin dar cuentas a nadie, sean los padres, la pareja o el resto de la sociedad.

Nuestra vida social es una perpetua agonía otoñal, cada vez más vacía la copa de la vida, y nuestra vida personal, una lacrimosa primavera con ansias de reverdecer, pero sin suficiente lluvia. Pero no debemos caer en el pesimismo pues la tela aparentemente prieta y homogénea de la vida es de hecho muy elástica.

En este momento los sufridos ucranianos están macerando, encurtiendo, fermentando, pasteurizando, salando el contenido de huertos y jardines para afrontar un durísimo invierno donde la nieve y los misiles caerán por igual del cielo. Son pobres por causa de una guerra de invasión y por tanto injusta y pertenecen a la doble condición de población de riesgo económico y vital, estando a punto de la exclusión social y existencial. Cuando su pan se quede seco y el nuestro empiece a escasear, la creciente indiferencia de la opinión pública europea ante la guerra se convertirá en urgente necesidad de “buscar una salida negociada”, que pase por reconocer como hecho consumado algunas de las conquistas territoriales de Putin. Y en ese momento volveré a pensar en lo incierto de la bienaventuranza bíblica: “Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán (poseerán) la tierra”.

La guerra nos ha traído la recesión económica donde nuevamente calan sus redes los pescadores de altura, aquellos que están en una posición dominante pues tiene una oferta controlada y la demanda cautiva; son las compañías financieras, energéticas y petroleras, los estancos del siglo XXI, adonde tenemos que acudir si o sí por tabaco o sellos. Con una diferencia, el estanco era monopolio del estado, las energéticas son oligopolio de manos privadas que prefieren atragantarse a tener la boca llena.

Cabalgan sobre el sufrimiento de las clases más desfavorecidas, una explotación de beneficios que hasta el Banco Central Europeo trata de reconducir, que empobrece a las clases medias y reduce a la indigencia a las familias más humildes.

Cóctel fatal

Es el canto de sirena que transforma el poder económico en un fin en sí mismo y que se traslada a la política donde la democracia, en Estados Unidos, Italia, Polonia, Francia, Reino Unido comienza a dar señales de desquiciamiento.

Pobreza de las clases medias con miseria de los más humildes es el cóctel fatal que lleva a la insensibilización moral, a la sumisión y al neofascismo. La Biblia nos da consuelo. Cristo, acusado de aceptar la invitación en casa de Zaqueo: “Se ha hospedado en casa de un rico pecador”. Dijo: “Él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido”. Ese nuevo multimillonario que se acuña cada treinta horas ¿se considera un perdido necesitado de redención? Me atrevo a dudarlo, porque sabe que de no mantenerse en el beneficio constante su destino es el de aquel otro multimillonario a quien reemplazó cuando cayó en la ruina. Es la rueda fuera de control del capitalismo salvaje, la que ignora las enseñanzas de Pablo: “Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad; pero la más excelente es la caridad” (Corintios 13,13).

Pero nada en los libros se corresponde con el mundo que nos rodeaba. Las mejores intenciones son como soplar una vela mientras el bosque arde. Comparto el desconsuelo del poeta Reiner Maria Rilke quien en su poemario Herbstagg (Días de Otoño) escribía: “Quien ahora no tenga casa, ya no se construirá ninguna / Quien ahora esté solo, se quedará así por mucho tiempo / y deambulará intranquilo por las alamedas / cuando broten las hojas.”

Hasta que broten esas hojas adiós a la esperanza, y con la esperanza adiós al miedo de esas pocas manos que sin ningún tipo de control condicionan nuestras vidas, aquí y en Ucrania.