EL desarrollo en las economías de mercado depende paradójicamente de la presencia activa del estado en promover las condiciones requeridas para que la acumulación del capital se produzca en las mejores condiciones posibles. Así en los últimos tres lustros del franquismo la economía creció a un ritmo desconocido hasta entonces; España pasó de generar la mitad del ingreso por habitante de los países de Europa occidental a casi tres cuartas partes en el momento del deceso del dictador. La ayuda de Estados Unidos integrando el país en las instituciones económicas y de sus socios europeos generando ingresos de turistas, así como dando empleo millones de trabajadores emigrantes, se convirtieron en la fuente de los recursos necesarios para cambiar el sistema económico. Pero aparte de la inversión extranjera, será el desarrollo de la construcción en obras públicas y viviendas, el fundamento de la acumulación del capital. Lo que Fernández de la Mora, ministro franquista y filósofo reaccionario denominó “el Estado de obras”, venía a cumplir en España el papel del “Estado del bienestar” en el desarrollo económico de la época dorada del capitalismo europeo occidental.

El estado del Estado

En el periodo de la transición política y la crisis industrial se destruyó una buena parte del capital acumulado en los años anteriores, lo que se tradujo en una caída de la riqueza relativa de modo que en 1985 solo se producía menos de dos tercios de la renta por persona generada en Europa occidental.

Después, con la incorporación al Mercado Común, se inicia un nuevo ciclo de integración en la economía internacional que culminó la transformación de la sociedad posfranquista en una sociedad liberal, homologada con la integración plena del país en la división europea del trabajo. El periodo culmina en 2006, con la recuperación e incluso algo más, la riqueza relativa que se logró en 1975.

En los peores momentos de la crisis de la Gran Recesión (2013) y de la Gran Pandemia (2020), la caída relativa fue más limitada, pues la economía fue capaz de mantener el nivel de los dos tercios de la riqueza media por persona de Europa occidental.

Pero estos vaivenes de la economía no pueden ocultar que, con el paso del tiempo, la participación del estado se vuelve cada vez más importante y activa. El capitalismo europeo ha pasada de requerir una socialización y centralización de los recursos en forma de ingresos del estado de aproximadamente el 25% del PIB en la época de estado del bienestar, al 30% en la del neoliberalismo (modelo alemán) o del 35% al 40% (modelo nórdico, francés o británico).

Pero ni siquiera esto es suficiente, porque el gasto gestionado por el estado ha crecido a un ritmo todavía mayor. Así, en los años del crecimiento de la época dorada, el estado desarrollado en algunos países, fundamentalmente los nórdicos o Alemania, mantenían un superávit presupuestario. Pero otros (Italia, Estados Unidos…) gastaban en términos redondos y con diferencias nacionales que no vienen al caso, un 2% del PIB más de lo que ingresaban; durante la crisis industrial de los setenta-ochenta, el déficit “normal” pasa a situarse en el entorno del 4%, y en la fase del crecimiento neoliberal, se eleva a un 6%, que se reduce al 3% en el inicio del nuevo siglo, años del espejismo de la financiarización y el boom inmobiliario. En el ciclo de crisis que se abre en 2008, de nuevo se eleva a un 4%. Con o sin políticas de ajuste, la deuda eterna es un signo de identidad del crecimiento capitalista moderno.

Aunque algunos sueñen con ello, los recursos centralizados en manos del estado (o centralizados “descentralizadamente” en manos de las comunidades autónomas, regiones o municipios) no pueden dejar de crecer, aunque lo puedan hacer a un ritmo más lento que en las décadas finales del siglo pasado. La experiencia de los últimos cincuenta años muestra que esta es una tendencia imparable, pues solo un sector público cada vez más extenso e intenso (es decir, productor de bienes públicos y transferencias y regulador de los mercados) puede evitar el colapso del sistema. Este tiende de forma natural a producir crisis recurrentes cada vez de mayor calado, consecuencia de que los mercados se han centralizado a un ritmo incluso más rápido que el de los recursos en manos del estado, y los capitales sometidos a la crisis son colosos de la producción, cuyos problemas repercuten rápidamente en todas las esferas de la economía y la sociedad, como se ha comprobado en la crisis financiera o en la de las cadenas de suministros.

El capitalismo español se caracteriza por periodos de crecimiento mayores que la media de los países de nuestro entorno europeo, y fases recesivas más agudas. Y en todos los casos, por un déficit fiscal de los más elevados de Europa occidental. Quizá ese comportamiento explosivo y esa debilidad fiscal obedezca al papel más reducido del estado en la actividad económica general. El peso del estado en la economía, los servicios públicos y las transferencias de renta, pasó de menos del 20% del PIB en los años de la transición al 30% en el momento de entrar en la Comunidad Económica Europea, y subió al 38% en los años de la burbuja antes de la crisis financiera. Con esta, se ha vuelto a elevar hasta el 42%. Pues bien, en Europa occidental, en el primer lustro del siglo XXI, cuando todo parecía ir de maravilla, el peso de la economía socializada en forma de servicios públicos y transferencia se elevaba al 45%. Y para gestionar los años de las crisis posteriores, ha subido un par de puntos más. Por tanto la economía española en las décadas recientes tiene un Estado que es entre un 5% y un 7% del PIB inferior al que necesitan los países más desarrollados de Europa. Con el agravante de que además tiene menos capacidad para cubrir los costes de su actividad, porque recauda comparativamente menos.

En fin, que siempre se puede reducir la presión fiscal, y por tanto los ingresos del estado, pero lo que es más difícil es reducir el gasto, sin afectar directamente al crecimiento económico. La cuestión no es si los políticos que proponen reducir la presión fiscal van a reducir los servicios públicos, sino si una deuda pública del 120% del PIB (frente a la media del 97% en Europa occidental) puede seguir aumentando, en particular cuando la carga de la deuda se va a ver inmediatamente incrementada por la subida de tipos de interés. Los 25 mil millones de euros en intereses anuales que cuesta actualmente los 1,5 billones de euros de deuda pública van a aumentar en 15 mil millones por cada punto de aumento de la tasa de interés de referencia del BCE. Y si una improbable ola de sensatez política no lo impide, los bancos centrales, para salvar el tinglado financiero, están dispuestos a aumentar progresivamente las tasas de interés en uno, dos o tres puntos, dependiendo de cómo evoluciones la inflación en la UE.

Bastan estas pocas cifras para entender que el debate sobre la política fiscal está atravesado en el país no solo por la demagogia populista de los ricos y los pobres (o de “la clase media trabajadora”, ese neologismo surgido de la fábrica de ideas de la Moncloa); también por las incoherencias de quienes proponen reducir la carga fiscal pero aplauden el aumento de la carga de la deuda, y por las limitaciones en el diagnóstico de quienes proponen subir la carga fiscal, pero que al aceptar la subida de tipos, terminarán destinando los nuevos ingresos a pagar más intereses y no a aumentar los servicios y las transferencias públicas. Y es que obligados por ley a poder decidir solo sobre la recaudación de dinero en forma de impuestos y cotizaciones (política fiscal), pero imposibilitados de actuar en la producción y circulación del dinero (política monetaria, competencia exclusiva del banco central y de los banqueros privados), los gobiernos de la UE carecen de los instrumentos necesarios para aplicar un marco coherente y articulado de políticas económicas. No es solo la política fiscal, sino el conjunto de la acción económica del estado la que requiere una revisión a fondo. Lo que no es evidente es que la clase política, aquí y en el conjunto de la UE, esté preparada para acometerla.

* Profesor titular de Economía Política en UPV/EHU