A extrema derecha avanza en el Estado español y en Europa. Lo hace en todos los frentes, político, judicial, mediático, aprovechando una crisis sistémica que nos arrastra a un cambio de época. Esta tendencia golpea al campo progresista —en las esferas social y política—, que durante el siglo XX abanderó la idea de progreso como predominante del movimiento histórico, sin advertir sus rasgos más negativos.

Hoy, la decepción sustituye a la ilusión. El campo progresista retrocede electoralmente, pero también lo hace en la batalla de las ideas. La crisis a que hago referencia se extiende a la política y a la democracia. Las extremas derechas se apropian casi sin oposición de un lenguaje que subvierte el significado de palabras y conceptos, al tiempo que las esperanzas decaen y la fuerza ideológica presumida por el progresismo se torna debilidad.

Antes de seguir conviene adelantar que el fracaso del modelo neoliberal predominante es gravísimo, pero nada anima a pensar que vaya a ser desplazado por un regreso del estado del bienestar, por citar una referencia moderada. La socialdemocracia, por ejemplo, está desacreditada y no representa un horizonte inédito transformador, ni siquiera la vuelta al pasado de un Estado más social. La caída en picado del socialismo francés ilustra bien el drama. El PASOK griego no está solo en su desgracia.

En el Estado español hay un ejemplo brutal del declive de la socialdemocracia: 40 años de gobierno en Andalucía no han modificado el peso de una derecha que regresa victoriosa. Es el gran fracaso de un modo de gobernar no transformador, instalado en las subvenciones clientelares que, a día de hoy, no ha podido resistir el empuje de la extrema derecha. Una respuesta a esta derrota del campo progresista en Andalucía puede ser la recurrente frase “el poder desgasta”. Cierto. Pero en sentido opuesto ejercer el poder durante cuatro décadas da para mucho espacio transformador que el gobierno socialista no supo, no pudo, o no quiso, llevar a cabo.

El telón de fondo es el fracaso del progresismo como subcivilización o sociedad alternativa. Se van ensanchando las simas que separan los discursos y promesas de las políticas cotidianas. También se amplían las distancias entre un sector social en posición económicamente segura y otro que sobrevive en la incertidumbre y la pobreza. Al parecer los motores del capitalismo tienen más potencia para alcanzar el éxito como sistema, y eso que desde el campo progresista se ha sido capaz de llevar a cabo una gran cantidad de reformas desde gobiernos e instituciones, muchas veces gracias a movilizaciones ciudadanas. Nunca antes de los setenta se había conocido semejante movimiento de cambio. Pero el sistema en el que se sostiene la economía y la acción política no ha podido evitar el ascenso de las derechas.

No hago por consiguiente un ejercicio de reflexión pesimista, simplemente cuento la realidad. Las empresas reformistas parecen tocar techo y el capitalismo se prepara para un nuevo desorden mundial lleno de peligros para la humanidad.

En realidad, el ascenso de las extremas derechas no es resultado de una ley natural, sino el mal que viene de la mano de una ideología del individualismo, de la fragmentación social y la crisis de la comunidad, de la falta de solidaridad. La cohesión social se desmorona. Todo cambiará en favor de la especie humana y de sus sociedades, cuando el campo progresista sea capaz de inocular esperanza y alternativas reales que muestren la superioridad de un modelo opuesto al neoliberalismo. Si eso ocurre, la ambición reformadora concretará lo demás: programas y alianzas para hacerlos realidad.

El campo progresista forma parte de la civilización y en consecuencia padece sus males. Pero en la civilización del siglo XXI también hay potenciales para cambiar las cosas. No todo está perdido. Pero hace falta un coraje que de momento escasea para emprender reformas que sean señales de cambio. Con frecuencia el campo progresista se repliega y se muestra débil frente a la extrema derecha. Conviene corregir esta debilidad.

Es notorio que la extrema derecha se está organizando a escala internacional y piensa globalmente. La “escuela de gladiadores” que Steve Bannon quiere levantar en Italia responde a una épica del medievo que en el caso español enlaza con mitos patrióticos. Es buena noticia que el gobierno italiano haya ilegalizado el proyecto de Bannon, pero es poco dudoso que el multimillonario norteamericano lo intentará de nuevo en cualquier otro país, por ejemplo, en Hungría de Viktor Orbán.

La extrema derecha mundial quiere poner en marcha a muchos Orbán, Salvini, Bolsonaro. Mimbres para una red neofascista cuya agenda pasa por luchar como lobby para extender políticas contra el aborto, contra los homosexuales, contra los transexuales, contra la migración, contra los musulmanes e incluso contra la igualdad.

El peligro es real. Curiosamente, la extrema derecha está presentando batalla envolviéndose en un ropaje de legalidad, utilizando a diestro y siniestro la vía judicial, donde cuenta con buenos aliados, así como en los medios de comunicación que blanquean a diario su comportamiento antisistema. El plan de infiltración de la extrema derecha en el juego político democrático no puede triunfar. Sería un desastre. El triunfo de los herederos de aquellos que llenaron las cunetas de cadáveres, de la barbarie. Por eso creo que los cordones sanitarios son esenciales.

A veces me preguntan ¿por qué la extrema derecha tiene tanto voto favorable? Desde luego la respuesta no consiste en focalizar una sola causa. Hay bastantes. Una principal es la existencia de cada vez más número de personas que sobreviven en los márgenes del sistema. Amplios sectores empobrecidos que desconfían de los partidos políticos y de las instituciones. La desigualdad en que viven aumenta y no disminuye, distanciándose cultural y sentimentalmente de la idea de formar parte de un país. Estos sectores son alimentados cada día por discursos sencillos, completamente demagógicos, que prometen extirpar todos los males de la política con promesas involucionistas.

Ante este avance de la extrema derecha, el campo progresista necesita repuestas poliédricas que en el caso de la izquierda le saquen de la irrelevancia y de la autocomplacencia. Juntar las luchas es algo que debe ir acompañado de juntar la ambición reformadora y de juntar el coraje. Tenemos entre manos una crisis de modelo de vida, frente al que sorprende la indiferencia de la mayoría de la gente. Si el campo progresista se une y se rearma moralmente, puede hacer de la política, otra vez, un instrumento válido.

También hace falta una pedagogía de las ideas que alimente una nueva cultura democrática y libertaria que hable de comunidad, de solidaridad, de apoyo mutuo, de atención a los sectores más empobrecidos, de economía solidaria, de cuidado del medio ambiente. de igualdad de género, de participación democrática de la ciudadanía y del derecho a decidir. Y, por último, hace falta coraje para tratar de hacer del Estado una herramienta funcional para la redistribución y la igualdad. Que el campo progresista no tenga complejos de defender la fiscalidad progresiva, con todas las consecuencias.

Podríamos asimismo señalar el peso que sigue teniendo el franquismo renovado en un amplio sector de la población. Un relato revisado y manipulado para hacer creer que el mundo de la dictadura era más favorable a las clases empobrecidas. Pero sobre esto escribiremos otro artículo.

* Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo