LLA, que en esta historia también será él, ellos y ellas, se levantó una mañana cualquiera preparada para afrontar un nuevo día en el que, como en otros tantos, poder ganar unos pesos para el sustento de su familia. Se levantó con las primeras luces del amanecer, pero aquel día sería muy distinto. El lago había perdido el color de toda la vida y hoy el agua se teñía de rojo.

Esto ocurría en un pequeño rincón de un territorio viejo, ancestral. Una tierra que había visto pasar por sus caminos a colonizadores de todo tipo y condición: españoles muchos, pero también, alemanes, belgas e ingleses. Después el ejército llegó con su política de "tierra arrasada" para combatir a quienes se levantaron contra la injusticia y la pobreza y fue la tierra la que se tiñó de rojo sangre. Ahora, superada esa última batalla, la guerra contra el mal destino y por la sobrevivencia continuaba, y los que se consideraban nuevos amos del lugar eran rusos. Dueños de una de las grandes mineras del planeta y, por lo tanto, con total convencimiento de que podían hacer y deshacer como les viniera en gana. De hecho, uno de sus responsables declaró abiertamente en algún momento que allí el estado era la empresa; y como tal se comportaba.

Sin embargo, a pesar de siglos de golpe tras golpe, el pueblo, el de verdad, el del lugar, permanecía testarudamente en este territorio desde los albores de los tiempos, resuelto a seguir caminando y tejiendo la vida. Era su lago, eran sus cerros, eran sus milpas, eran sus selvas o, mejor dicho, decían que eran precisamente ellos y ellas, ella y él, quienes realmente pertenecían al lago, a los cerros, a las selvas. Algo que ninguno de los colonizadores anteriores entendió nunca, pues siempre se sintieron dueños absolutos de la tierra y de las aguas.

La gran empresa minera ahora había encontrado bienes naturales, recursos los llamaba ella, que le reportarían ingentes beneficios económicos. El níquel se cotizaba en lejanos mercados y era fundamental para que el mundo desarrollado pudiera seguir siendo eso, desarrollado, civilizado, aunque esto fuera a costa del empobrecimiento de las mujeres y los hombres del lago. El níquel era necesario para el acero inoxidable y, este a su vez, imprescindible para que, en la vieja Europa, gracias a otras grandes empresas de nombres extraños como Ikea o Bosch, las gentes de allí pudieran tener frigoríficos, fregaderos o, según la exitosa publicidad de una de ellas, "lavadora inteligente que ahorra y cuida el medioambiente". A aquellas gentes del otro lado del mar se les decía que solo así mejoraban su calidad de vida.

Por el contrario, el viejo lago, ahora contaminado, era el medio de vida de generaciones y generaciones de pescadores que, junto con el maíz de la milpa, se había constituido en la base esencial de su alimentación. Por eso, ante el riesgo de convertir en una costumbre el hecho de teñir de rojo el lago y acabar con la pesca posible, ellas y ellos se organizaron tal y como sus abuelos y abuelas les habían enseñado: alrededor de la vieja sabiduría y en la defensa de su forma de ver y entender el mundo, aunque no tuvieran lavavajillas ni entendieran de la libertad de los mercados. Pedían que la minera no siguiera contaminando el lago, y algo, al parecer más peligroso, que simplemente les consultaran sobre si querían tener a esa empresa en su territorio, dada la historia acumulada en pocos años de destrucción de los cerros y de otras actuaciones inconfensables. Habían leído que existían leyes e instrumentos internacionales de derechos humanos que les conferían este derecho: el de ser consultados.

Pedían también que las autoridades locales y las de la lejana capital exigieran a la minera la descontaminación del lago y algo más importante: que hasta ser consultados se paralizarán sus actividades extractivas para frenar, al menos temporalmente, la destrucción. Y luego se vería si la población la quería allí o, si esta compañía tendría que recoger, limpiar, descontaminar e irse con viento fresco a otros territorios donde fueran bien vistos.

Pensaron que la protesta sería corta; era evidente que tenían razón y que no estaban planteando imposibles. Además, ella y él, ellas y ellos, eran personas sencillas, pescadoras, agricultoras y no tenían mucha experiencia en la protesta social; tampoco tenían tiempo para dedicarlo a estas cuestiones cuando lo que les apremiaba era ganarse el sustento diario y nadie iba a llegar a dárselo de forma gratuita. Sin embargo, todo esto empezó en el año 2017 y estamos ya en 2022 y la lucha continúa.

Pensaron que todo se solucionaría con el reconocimiento de la empresa minera del daño que había causado al lago y a los cerros y con la toma de medidas que, de alguna forma, recuperarán ese daño. Sin embargo, como podemos imaginar, la empresa nunca reconoció la contaminación del lago, el gobierno local y algunas organizaciones clave del territorio fueron rápidamente cooptados, sobornados o amenazados y el gobierno nacional, aquel que decía se preocupaba por el bienestar de toda la ciudadanía del país, se alió con suma rapidez con los intereses de la empresa. Incluso estos tres actores hicieron lo imposible para que no se hiciera nunca la consulta, aunque era de justicia; pensaban que para qué preguntar a gentes que no entienden nada sobre el progreso y el desarrollo.

Así, aquellos que desmontaban diariamente los cerros y contaminaban las aguas continuaron con su labor que, ahora, alternaban con oscuras actividades para criminalizar la justa protesta social. Algunas de esas acciones llevaron a más de un pescador a la cárcel sin saber muy bien la razón; se dictaban órdenes de captura sin conocer los motivos, se violó a varias mujeres, se perseguía a comunicadores populares por dar noticia de lo que ocurría y se llegó al asesinato de varias personas. La empresa no solo contaba con dinero para todo esto, sino que tenía también de su lado a algún juez del lugar que siempre sentenciaba a su favor y en contra de quienes protestaban; o a la policía que, cuando el gobierno nacional dictaba estado de sitio, pagaba su alimentación y hospedaje por muchos cientos de agentes que se enviaran.

Lo hemos dicho al principio, esto que podría ser un cuento, sin embargo, es una historia real. El lago se llama Izabal, la comunidad El Estor, la minera ruso-suiza Solway Investment Group y el país Guatemala. El pueblo que lucha por sus derechos frente al monstruo del extractivismo sin freno es el pueblo q'eqchi'. También es cierto que esta historia podría haber sido, de hecho lo está siendo, en Honduras y el pueblo ser el lenca, quizá el yanomami en Brasil, el wayuu en Colombia o el mapuche en Chile. Muchos pueblos y demasiadas ambiciones de justicia frente a empresas transnacionales, oligarquías y estados de aquí y de allá que dan las coberturas necesarias, que manipulan tribunales de justicia y leyes, que hacen grandes declaraciones pero que siguen sin hacer lo más elemental: poner los derechos humanos individuales y colectivos y los derechos de la naturaleza por encima de los intereses económicos de las élites. Solo así la vida de personas, pueblos y del propio planeta dejará de estar en juego; solo así ella, que en esta historia también es él, ellos y ellas, podrán seguir levantándose cada mañana sin miedo a ver su vida truncada, robada, violada.

* Miembro de Mugarik Gabe y del Observatorio de Derechos en América Latina