Será un ejemplo más de la volatilidad que impregna la sociedad actual, agitada y acelerada por la atosigante oferta de desinformación e infantilismo de las redes, será por culpa de ello que la memoria tiende a flaquear sin remedio. Qué poco dura el recuerdo, cómo se difuminan los referentes, se desvanecen fidelidades y adhesiones; enseguida se pierde la estela que dejó tal o cual persona, evento o gestión. Todo es rápidamente sustituido por la novedad, lo vigente, eso que tenemos entre manos y hasta hace unos meses, unos días o un rato, ni se imaginaba porque estábamos conformes con lo de entonces, o eso creíamos.

En el Athletic se ha instalado un clima de optimismo. Ha sido llegar y besar el santo: Valverde solo ha necesitado media docena de partidos para persuadir a mucha gente de que su equipo la puede armar. Es como si hubiese trazado una raya gruesa para distinguirse de las experiencias más recientes. El entorno empieza a percibir eso que se suele llamar salto cualitativo, que en términos futbolísticos se traduce en una mejora general del rendimiento y, por añadidura, en los resultados. Parece que la plantilla ha captado el mensaje del nuevo responsable y asimilado sin mayores pegas conceptos que le impulsan a superar límites que se antojaban insalvables.

Ha bastado mes y pico de preparación para que en el campeonato el equipo se atreva a hacer cosas para las que no estaba preparado. Se había dado por supuesto que el potencial real del grupo impedía explorar con éxito senderos diferentes, que con su calidad estaba obligado a afrontar los partidos con ciertas reservas, dedicando especial atención a protegerse, a evitar daños y, a partir de esa premisa, con la portería propia a salvo, confiar en que metería el gol que le diese el triunfo. El déficit de puntería aconsejaba apuntalar la estructura defensiva del bloque, era el argumento.

Seis partidos han borrado del mapa rojiblanco la tesis de Marcelino García Toral, han devaluado su idea. Seis partidos en que los protagonistas se han soltado para multiplicar la cuenta realizadora sin abonar un peaje nefasto en la otra punta del campo. No debe obviarse que el nivel medio de los rivales ha ayudado a que el Athletic haya salido a competir al esprint, ni que el estimable acopio de puntos endulza el análisis. Sin embargo, lo ocurrido desde agosto sugiere un cambio y ha servido además para establecer una conexión automática con el alma del aficionado.

La gente, acuda a San Mamés o lo siga por televisión, agradece una actitud más abierta. Celebra la determinación que observa para proyectarse en ataque y en su fuero interno está persuadida de que de esta manera al equipo no le irá peor que antes, al contrario. Pese a que realizar un fútbol valiente entrañe riesgos, de hecho ya se han registrado un par de disgustillos y algún susto, a la larga sale rentable. Y en todo caso, siempre será más llevadero masticar los reveses cuando se ha ido a por el partido.

Justificar el conservadurismo si vienen mal dadas es complicado, pero Marcelino, apoyado en su habilidad para elaborar un discurso muy medido, logró que su propuesta gozase de una aceptación bastante extendida. Ello, unido a la campaña institucional de la anterior directiva y a las dudas de los candidatos a suceder a Aitor Elizegi, alimentó una corriente de opinión que abogaba por su continuidad. Se han de citar asimismo las manifestaciones salidas del vestuario que insistían en que no merecía la pena acometer un relevo en el banquillo. No faltó incluso quien auguró que el equipo pagaría con creces la marcha del asturiano.

A día de hoy, a nadie en el seno del equipo se le pasaría por la cabeza revindicar la figura del anterior técnico. Los profesionales del periodismo que ampararon sin disimulo dicha causa también se han bajado del burro. Y en la calle cuesta encontrar a alguien con ganas de seguir agitando una bandera que durante meses se convirtió en un símbolo de resistencia ante los discrepantes, entre los que uno se significó tratando de aportar argumentos que curiosamente hoy están de plena actualidad.

De Marcelino se podían censurar varias cuestiones futbolísticas que van aflorando con el discurrir del calendario. Lo cual no quita para que sea de justicia ponderar su ética de trabajo, una concienzuda labor que optimizó la rutina de Lezama, así como su intachable postura ante los cantos de sirena de su presidente, emperrado en prolongarle el contrato obviando la inminencia de su adiós a Ibaigane. Supo Marcelino aguantar el tirón y le ahorró así un formidable enredo a la entidad. Se fue a su casa con la dignidad intacta y cerró una etapa profesional no exenta de satisfacciones. La principal: sentir a diario el respeto de todos los estamentos del club.

En el plano deportivo vivió un debut soñado, increíble, pero le faltó mano para afrontar citas cumbre y profundizar en la renovación del bloque. Remiso con la juventud, apostó claramente por los veteranos, lo cual acaso tuviese que ver con el entendible afán de obtener resultados inmediatos por estar sujeto a una permanencia con fecha de caducidad, como luego se comprobó.

Dicen que Marcelino es el mejor colocado para suceder en enero a Luis Enrique en la selección española, meta que sin duda le colmaría. Aquí se ha pasado página: su legado en Bilbao ha dejado de tener vigencia en un abrir y cerrar de ojos. Será porque el fútbol es así o porque somos así.