ECHANDO un vistazo hace un par de días muy por encima a un periódico madrileño de derechas en uno de esos templos del café en el que la prensa –tomen nota queridos hosteleros, que una suscripción no llega a dos euros al día– ha resistido el paso del covid, mi jefa de gabinete familiar no pudo contener la resignación: “Que no les pase nada”, dijo al ver una oportuna encuesta en tiempo y forma en la que Alberto Núñez Feijóo se asoma a una victoria aplastante en las elecciones generales del 23 de julio. Ya se verá, no se puede descartar nada con el renacido Pedro Sánchez, pero la cosa tiene mala pinta para los socialistas. Con todo, lo que más me llamó la atención de la reflexión de mi lectora a pachas de prensa fue el desapego. Lo malo que está a punto de llegar –el triunfo de la derecha que chapotea en el lodo creado por su miniyo ultra– le afectará en todo caso a otros, en concreto, por resumir, a los españoles. Y créanme que no se trata de un arrebato abertzale, si no la certeza de que la autonomía blinda en gran medida a Euskadi de los vientos que soplan allende Haro, que lo que se cuece en Madrid nos afecta de forma limitada a los vascos. Sorprende la incapacidad del PSOE y Podemos de generar ilusión entre los electores progresistas y la facilidad con la que se han enredado en cuestiones que conducían a la inmolación, pero también llama la atención que la respuesta del votante sea apoyar una opción política que arrasa con la sanidad o la educación pública. Lo dicho: que no les pase nada. l