Nunca hemos visto tan de cerca un choque de trenes como en las últimas semanas. Emboscada tras emboscada, el Congreso se parece cada vez menos al espacio de diálogo que jamás ha sido. Ahora se asemeja al portal de una comunidad atrapado en una reunión de vecinos sin fin. El punto de día más inocuo deriva en un choque ideológico sin frenos y cuesta abajo. “¿Cuántos segundos deben tardar en cerrarse las puertas del ascensor?”, pregunta inocente el administrador. Y el cuarentón que vive solo del 6D termina reprochando al matrimonio del 5A su permisividad con los adolescentes nocturnos que han traído al mundo. No es extraño que algunos partidos hayan decidido ponerse de perfil para evitar el fuego cruzado. ¿Equidistancia? No, pura supervivencia. Se huele a kilómetros que más allá del empeño legislativo, que básicamente pasa por mejorar la vida de los ciudadanos, la batalla que se libra casa por casa solo tiene como objetivo conservar o lograr el poder. Y en ese contexto quien tiene más que perder es la gente de a pie, que se pregunta con razón si la clase política dominante está a la altura de sus necesidades vitales. Esta legislatura de brocha gorda, de bronca perenne, ha abierto una profunda brecha entre partidos y en la propia sociedad. Y no se otea ningún partido capaz o interesado en cerrar la herida. Y la sal de la desaceleración económica amenaza a la vuelta de la esquina con elevar el tono de la trifulca y el escozor en los problemas reales de la gente.