ALGUNOS parques temáticos te reciben como a un delincuente, saludándote y haciéndote abrir la mochila como si les hubieras robado cuando quienes te van a atracar son ellos. Para más inri no te registran por si introduces una catana plegable, sino para interceptarte el bocadillo. Es decir, que, llegue o no la sangre al río, tienes que comer su menú de piso de estudiantes a precio de un tres estrellas Michelin. Aún no se te ha quitado la cara de pasmado por la incautación del kit de galletas de supervivencia y te sacan una foto de recuerdo junto a la mascota de turno. Da igual cómo salgas. Surte efecto. Cuando te la cobren no la olvidarás jamás. Durante la visita acabas haciendo callo. El primer botellín de agua de máquina expendedora a 2,50 euros te duele. Los siguientes, con treinta y pico grados y el cerebro a la plancha, no tanto. Si a todo eso le sumas el precio de las entradas, te entra una presión que quieres que tus hijos se monten en todas las atracciones aunque se bajen con el estómago centrifugado y el corazón en la boca. O que vean, si el parque es de animales, hasta el último ejemplar. “Ama, que van a cerrar”. “Hasta que no nos hagamos el selfi con el sapo partero de aquí no nos desaloja ni Dios”. Por si fuera poco, para salir tienes que atravesar la tienda trampa con sus peluches haciéndoles ojitos a los críos. No te queda otra que comprar uno. Es tan caro que, al llegar a casa, le haces la autopsia por si esconde algo, pero ni una triste esmeralda, oigan.

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