AS elecciones andaluzas, cuya campaña electoral arrancó anoche, trascienden la mera configuración del Parlamento y, por ende, del Gobierno de la comunidad autónoma más poblada del Estado. La cita está marcada en la agenda de los dos principales partidos del Estado como una referencia clara de sus estrategias de crecimiento para los próximos años. Para el PSOE, adquiere especial importancia por ser las tierras andaluzas el principal granero de voto del que se han alimentado históricamente y que ya sufrió un paulatino recorte en los años previos hasta desembocar en la derrota cosechada en las anteriores autonómicas. No es el mismo momento, dado que por entonces la fractura interna entre los socialistas por el pulso Sánchez-Díaz aún sangraba, especialmente en el territorio de origen de la aspirante frustrada a dirigir el partido. Sin embargo, ni el tiempo ni el ejercicio del poder en los últimos cuatro años en el Estado auguran una recuperación equiparable al respaldo que llevó al socialismo a gobernar Andalucía durante décadas. Para el Partido Popular, la cita es un primer asalto que va más allá de la consolidación del poder que ya ejerce en la autonomía y pretende ser el impulso final hacia la recuperación de La Moncloa. A estas alturas caben pocas dudas de la disposición de Alberto Núñez Feijóo a sumar si es preciso con la extrema derecha de Vox para alcanzar las mayorías que le permitirían gobernar y esto pone a prueba el principal argumento electoral del PSOE: el riesgo de una decantación de las políticas públicas hacia ese flanco. La fractura de las izquierdas facilita ese escenario, que ayer apuntaba la encuesta del CIS. La falta de claridad en las alianzas y el aparente escaso predicamento del candidato socialista pueden tener un efecto desmovilizador del electorado más reactivo a la ultraderecha. La dimensión real de la deriva del electorado andaluz hacia la derecha está por acreditar y solo las urnas dictarán ese diagnóstico. Pero los antecedentes apuntan a una normalización hace pocos años impensable de postulados sociopolíticos que atribuíamos al pasado y a un modelo nacional que se suponía caducado con la llegada de la democracia. Por esa vía se abre una grieta entre sensibilidades divergentes con territorios del Estado en los que, como Euskadi, ese pensamiento es residual.