Hay dos debates que se han repetido durante este año con cierta frecuencia. Los hemos comentado aquí según reaccionábamos a las polémicas del momento, pero quizá no esté de más volver sobre ellos ahora con una mirada más general.

La primera cuestión se resume en el viejo dicho de que la primera víctima de la guerra es la verdad. Como la mayor parte de las máximas breves, está tan llena de realidad como de riesgos.

Es cierto que en un contexto bélico la información se convierte en un instrumento más de la disputa. Las partes procuran manejarla a su favor para unificar a su población, para desmoralizar al contrario o para confundirlo, y para poner a la comunidad internacional de su parte.

Pero no conviene una interpretación extrema que concluyera que en estos contextos no resulta posible saber nada fiable, que todo es mentira y el conocimiento es imposible. La prevención y la prudencia son necesarias, pero no deben convertirse en pretexto para renunciar a la tarea de interesarnos con ambición de alcanzar cierto acercamiento a los hechos. De lo contrario, la sana cultura de la prevención se pondría acríticamente al servicio de la desinformación, que normalmente no busca tanto que la población crea mentiras como que desconfíe por igual de todo. Debemos permanecer siempre abiertos a revisar nuestras convicciones y a corregirnos, pero esta prudencia debe entenderse como método para avanzar hacia el conocimiento, no como razón para renunciar a él.

Debemos discernir entre fuentes. No todo es lo mismo. No sirve esa pose practicada por algunos de igualar, por un lado, la propaganda de un estado sin libertades y, por el otro, la información de profesionales independientes que trabajan sobre el terreno o en contextos de libertad de prensa, información y expresión, y gracias a cuya labor se puede uno acercar –con margen de error– al conocimiento. Ese acercamiento exige criterio, atención a las fuentes y a su reputación, tiempo y seguramente también apoyo material a los medios independientes que tengan calidad y rigor, porque el buen periodismo independiente no se paga solo.

La humildad y la prudencia son otras herramientas imprescindibles. Reducen el riesgo de hacer afirmaciones demasiado atrevidas de las que uno puede luego arrepentirse. Y permite que, una vez confirmado que nos hemos equivocado, podamos al menos reconocérnoslo a nosotros mismos y no insistir en el error. Solo aceptando nuestros fallos podemos aprender.

La segunda cuestión que queremos tratar hoy tiene que ver con el derecho y las instituciones internacionales. Se cita con frecuencia una frase de Cicerón: inter armas silent leges. Y hay quien la menciona como si significara que ante la fuerza el derecho pierde su utilidad. Sin embargo, Cicerón dice en ese discurso todo lo contrario y emplea el derecho para diferenciar entre agresión y legítima defensa. No por casualidad Cicerón es, junto a San Agustín, uno de los autores que más influye en los autores que en el XVI formularon las bases de la doctrina moderna de la legítima defensa que, a su vez, están en el origen del derecho internacional contemporáneo. Es precisamente en situaciones de conflicto cuando más necesidad tenemos de criterios jurídicos que nos ayuden a diferenciar lo correcto de lo incorrecto, lo justo de lo injusto, lo legítimo de lo ilegítimo, lo legal de lo ilegal. Y necesitamos igualmente instituciones que apliquen, respetando las reglas de juego dadas, estas normas.

Por eso el papel de la ONU –y de los tribunales internacionales– es clave para establecer la interpretación de los principios jurídicos de la comunidad internacional basados en la Carta de la ONU, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados. La ONU no tiene poderes, por la sola fuerza de su palabra, para conseguir que el agresor cese la ocupación o deje de bombardear a la población civil, pero sí para unir a los estados de la comunidad internacional en la identificación del crimen y su rechazo activo. l