TODOS preocupados por captar y retener talento en la administración, la empresa y la investigación y resulta que lo que faltan son enfermos. A nadie se nos habría ocurrido que un medicamento contra el covid-19 que en sus primeras fases de desarrollo habría dado esperanzadores resultados tenga que dejar de investigarse porque le faltan pacientes sobre los que probar su eficacia. Tres años de pandemia después, la española PharmaMar renuncia al que en su día fue vanguardia en la investigación de un fármaco contra la enfermedad. Según su explicación, no ha logrado que, en el plazo de dos años, cientos de médicos de casi un centenar de centros hospitalarios de una docena de países hayan querido probar el medicamento experimental en los 600 pacientes que se requerían para obtener conclusiones de eficacia homologables. Se hace uno cruces. No sabría decir qué deja peor cuerpo. Por un lado, el mero anuncio de la posibilidad del fármaco disparó al alza la cotización de la empresa en Bolsa y eso ya lo lleva la empresa; por otro, la presión del regulador bursátil obliga a obtener resultados que confirmen los anuncios en un tiempo razonable, como si la investigación tuviera como prioridad asegurar la liquidez del mercado y no el bienestar ciudadano. También veo preocupante que siete farmacéuticas multinacionales (tres estadounidenses, dos británicas, una suiza y una surcoreana) hayan desarrollado sus fármacos gracias a una penetración mayor que la española en la voluntad de los médicos para obtener de ellos la complicidad que precisa el éxito de esa investigación. La capacidad para acelerar la investigación –regándola de dinero– y la colaboración de los galenos –cada cual sabrá cómo– definen el éxito o el fracaso de la investigación pero, con ello, también engrosan el oligopolio de la oferta farmacéutica. Que se me entienda bien: la virtud de la mujer del César no está en cuestión, pero debe, además, parecerlo. Como sabe todo el que ha esperado en consulta a que termine cita el visitador de una farmacéutica. Pacientemente.