ME va a salir una columna popurrí porque me bulle la neurona haciendo tope con unas cuantas sensaciones de lo visto y oído en los últimos días y uno ya no está para priorizar.

Viene un invierno frío pero estamos aún en un otoño caliente. Al primero hay que esperarlo con la preocupación general de si habrá gas con el que calentarse. La carencia no parece el caso en nuestro entorno; el precio es otra cosa. Pero sigue siendo contra natura vivir en manga corta dentro de casa; es insostenible e irresponsable. No basta con poder pagarnos nuestro impacto ambiental.

Entre tanto, el otoño caliente en la política y el ámbito laboral sube de grados. Uno ya no distingue donde acaba la primera y empieza el segundo. Se acabó el respiro cíclico que vivimos en Euskadi entre elección y elección. Comienza a interpretarse el calendario como ese período de semanas o meses, más o menos baldío en lo sustancial, entre una cita con las urnas y la siguiente. Vienen dos años así.

Y, tras un par de años de IPC negativos, ahora la paz social pasa por no perderlo de vista. Es la trampa del poder adquisitivo, que se mide por igual entre las rentas medias con empleo que aspiran a conservar un nivel de bienestar atractivo, y las bajas que miden en qué no gastar para no pasar frío o hambre. No pueden recibir la misma receta ni someterse a ariete tras el que van las comodidades de quienes no sentimos la misma amenaza de hambre y frío. Mantener el poder adquisitivo en cada escala es también un modo de consagrar las desigualdades en época de crisis. Estamos de lleno en el reino de los debates públicos irresolubles. Son tan viejos como el del derecho a la huelga y el de no secundarla; como el de financiarnos un sector público que equilibre en derechos o desfondarlo a base de subsidios insostenibles. Y, al final, tanto discurso caliente, tanta retórica sin soluciones, nos deja fríos.