SALVO que se esté muy desesperado en la vida, a nadie le gusta tener que morir. Es un trance que no nos gusta, porque parece que con él se trunca toda la existencia. Por ello, algunos consideran que cada uno tiene derecho a decidir sobre el momento y el modo de su desaparición. Nos asusta y disgusta el encarnizamiento terapéutico, prolongar artificialmente la vida física, como también debiera serlo el privarnos de vivir la propia muerte. Pero, para ello, hemos de estar bien educados en ese acontecimiento ineludible que es uno de los más importantes de la propia existencia.

No entramos en este momento en la problemática de relación entre legislación y ética, por necesitar una amplia reflexión, sino que hacemos unas breves reflexiones al hilo de experiencias vividas en personas cercanas sobre su forma de morir.

1.

Asumir que la muerte forma parte de nuestra vida, porque somos finitos y limitados, en cuanto seres físicos. En una sociedad centrada en el gozo y el máximo disfrute posible de la existencia, el hecho de la muerte aparece como un infortunio, y parece lo más conveniente esforzarse por retrasar el propio hecho inexorable u ocultar lo que a otros sucede. La muerte ya no se ve como esa amiga a la que no se teme sino se aprecia, pues va ordenando la existencia social con la sucesión de generaciones y nos coloca sobre la radicalidad del sentido del propio existir. Antiguamente se decía que llegaba “la hora de la verdad”, el momento en que no servían los disimulos o falsedades, cuando cada uno debía dar cuenta de lo realizado y de lo no hecho en el tiempo de existencia.

Aquí juega un papel esencial la dimensión transcendente, creer que la vida no termina con el tiempo de este mundo, sino que estamos destinados a vivir la plenitud del Dios amor. Entonces se ve la muerte como el paso necesario para alcanzar dicha plenitud. Cuando uno tiene esta convicción asume el morir con mayor tranquilidad. Es cierto que existen personas sin esta fe transcendente, que también asumen la propia muerte con serenidad o están dispuestas a ofrecer su vida en aras de un ideal.

2.

La dimensión social, constitutiva de todo ser humano, impide tomar decisiones personales sin tener en cuenta su repercusión sobre los demás. Para quienes nos rodean y para la misma sociedad, cuenta mucho cómo afrontamos este hecho de morir, uno mismo u otros seres que están a nuestro lado. Se trata de superar una visión meramente pragmática o materialista: “Ya no sirvo para nada”, “lo único que doy es trabajo”, “cuesta mucho este tratamiento”… y dejar a la persona, que se encuentra en esta etapa de su historia, realice un proceso común pero siempre único de asumir que se acerca al final de su vida terrena, acompañándole en dicho proceso. Que sienta a su lado personas que le quieren y ayudan en ese momento transcendental.

En una cultura basada en lo individual y en lo inmediato, la vida está para disfrutarla si se puede y en la medida que uno tiene capacidad de hacerlo: “Hay que vivir a tope, probándolo todo, sin aplazar gratificaciones” e, incluso, “morir joven, para ser un bonito cadáver”. Vivir así no nos hace más humanos, ni posibilita la mejora de la situación de otras personas a las que la propia vida debiera ayudar. Éste es el drama del suicidio: estar tan obsesionado con la propia situación negativa que no se vea ninguna posibilidad de futuro y morir aparezca como la mejor opción.

3.

Humanizar la última etapa de la existencia. Además de la fuerza de la fe religiosa, que concede a los creyentes un sentido a estos momentos con proyección hacia un futuro de plenitud, todas las personas podemos asumir una tarea de apoyar a quien se enfrenta al momento decisivo de su existencia, de manera que sea consciente de su propio morir y pueda realizar su despedida de los seres queridos, así como dejar arreglados los asuntos que llevaba entre manos.

Todavía sigue siendo lo habitual morir en centros sanitarios, rodeados de tubos y de un personal que intenta mostrar atenciones. Sin embargo, va cogiendo más fuerza una corriente que, en la medida de lo posible, invita a volver al domicilio para este último momento. Vivirlo rodeado del ambiente propio, aunque acompañado en lo que se necesite por un equipo de profesionales. Así se hace más íntimo este trance y el moribundo lo realiza con mayor serenidad. Si la causa de la muerte es una enfermedad muy dolorosa o provocadora de ahogos o angustia, el profesional ayudará a paliar en lo posible estas circunstancias, siempre de acuerdo con el propio paciente o, si este no puede hacerlo, de sus familiares más cercanos.

No se trata de volver a los tiempos remotos en que la muerte ocupaba el centro de la vida personal y comunitaria, sino de no ocultarla, de darle el lugar que le corresponde. Lo cual dependerá de la propia visión sobre quién soy, de dónde vengo y a dónde voy, que son las preguntas fundamentales que todo ser humano debe hacerse para ser digno de este nombre. l

Etiker son Patxi Meabe, Pako Etxebeste, Arturo García y José María Muñoa