NO puedo con el exceso de escenografía que se maneja entre el marketing y la elevación a los altares de la progresía de ciertos usos muy respetables pero que no tienen de vanguardia más que de moda o postureo. Por la hueco de la exhibición se escurre la naturalidad. Que a algún rancio le parezca motivo de cuchicheo que Ione Belarra elija no llevar sostén se define por sí mismo sin necesidad de hacer un catálogo de libertades en materia de mercería que acaba en la confesión de Pablo Echenique de que no lleva calzoncillos. Al de más arriba le importa un pito –con perdón– lo que el de Podemos lleve o no lleve puesto abajo. No negaré que me mueve el intestino ese morbo insano que apesta a naftalina y a destape setentero –suecas y Torremolinos mediante– en quien nos anima a discernir si tal o cual política o famosa lleva sujetador. No se puede ser más cutre y babeante. Pero tampoco veo más que un nuevo ejercicio de tramoya en convertir el tema en emblema de modernidad, que es algo que la izquierda pop ha sabido hacer siempre.

Desde que Iglesias se cortó la coleta faltaban imágenes icónicas con las que alimentar titulares, que ya se sabe que lo importante es que hablen de uno, preferiblemente mal. Tuvimos al propio Iglesias y a Domènech con su performance del beso parlamentario en los labios pero sin lengua, que una cosa es ser desinhibido y otra el vicio; de nuevo al mismo icono de la reivindicación alternativa vistiendo, y de paso haciéndole publicidad, a una marca de ropa “republicana” y súper activista, que es una forma de dar negocio a los afines –¿clientelismo?–. Pero hoy nadie se fija en si se besan o lo que se ponen, así que toca hacernos notar lo que se quitan. Pues están en su derecho, y los demás en el de que nos la traiga al pairo. Mientras los unos vayan limpios de cuerpo y los otros de mente, lo que se han de comer los gusanos, que lo disfruten los cristianos.