No deberíamos engañarnos: nos preocupa el medioambiente hasta que nos toca rascar las pelusas del fondo del bolsillo. Y lo decimos abiertamente, sin preocuparnos lo que de incongruente pueda tener, pero no porque no hayamos entendido de qué va todo.

Un reciente estudio de varias universidades del Estado asegura que el 54% de la ciudadanía –de la encuestada, por supuesto– no está por la labor de que suban los precios a cambio de proteger el entorno; un 62% se niega a pagar más impuestos para acometer políticas proteccionistas de la ecología; y un 64% no está dispuesto a aceptar recortes en su nivel de vida para salvaguardar el presente y futuro del planeta.

Esperen un poco antes de entregarse al bajón anímico porque aún hay más. El mismo estudio retrata que seis de cada diez personas no contemplan ninguna razón ética a la hora de elegir los productos que compran. Esto es: ni las condiciones de explotación que pudieran sufrir los trabajadores, ni la eventual desigualdad por razón de género, ni los salarios de miseria que puedan estar pagándose por renovar el armario.

Estos somos los que íbamos a salir mejores personas, más empáticas, de las experiencias recientes de crisis pandémica. Lo que está muy claro es que hemos entendido muy claramente en qué consiste todo esto. Que, si queremos responder a las alertas climáticas más allá de comprarnos un nuevo climatizador y quejarnos de lo caro que sale encenderlo, nos va a costar dinero en forma de precios de los productos o impuestos directos e indirectos, calidad de vida o, en no pocos casos, meras renuncias a estándares de comodidad y hasta de lujo que hemos confundido con derechos. Sencillamente, hay una mayoría que no quiere pasar por ahí. No aprietan suficientemente el calor, el frío, el hambre, la carbonilla en los pulmones o la falta de agua. Pero apretarán.