EL final del año está ofreciendo una sucesión de atentados brutales contra la integridad y la vida de demasiadas mujeres, sin que la concienciación social que presumimos asentada como primer baluarte frente a la violencia machista afecte al fenómeno. Si la discriminación por razón de género tiene un carácter pandémico que se constata en demasiados lugares del mundo y se ampara en motivos culturales, religiosos o económicos, en nuestro entorno de pretendida superioridad moral la violencia contra las mujeres reproduce características epidémicas, que no distingue de circunstancias territoriales o sociales. Los crímenes machistas están sucediéndose y la reprobación social no es suficiente o suficientemente contundente. El efecto repetición que parece alimentar las actitudes más brutales y criminales en determinados ciclos de tiempo, no explica por sí solo el fenómeno. Hay un rechazo previo a la igualdad que mantiene en todo el Estado a más de 31.000 mujeres objeto de seguimiento por haber sufrido maltrato. Un dato que es solo la parte aflorada del fenómeno, pero que sin duda no retrata una realidad aún oculta de dimensiones mucho más preocupantes. La indolencia, la falta de empatía y el negacionismo que las alimenta son enemigos de la convivencia en libertad para decenas de miles de mujeres en nuestro entorno. Pero no todo puede reducirse a un mero ejercicio de aportar recursos públicos. Sigue costando implantar la convicción cultural de que una agresión, un maltrato en cualquiera de sus formas, es un delito y no un asunto privado de índole familiar. La convivencia se convierte en asunto público en el momento en que deriva en cuestionamiento de derechos fundamentales. La vida, la integridad física y la libertad de decisión lo son y las amenazas a cada una de ellas lo son al conjunto de la comunidad cívica. La frivolización de las actitudes machistas alimenta la lacra. El pulso político en torno a asuntos clave en materia de igualdad –desde la discriminación positiva a la protección penal, pasando por el derecho al aborto– polariza y resta firmeza en la respuesta colectiva, que debería ser ética y desideologizada. El discurso negacionista refuerza actitudes paternalistas y tuteladoras que acaban cosificando a la mujer. La denuncia ética debe ser contundente porque la laxitud cuesta vidas.