El exceso verbal se ha instalado en el debate político del Estado desde hace demasiado tiempo pero en las últimas semanas alcanza niveles que producen sonrojo por la irresponsabilidad, la vacuidad y la afectación a la imagen de la democracia y la calidad de la labor institucional fundamental para su correcto funcionamiento. Tras diversos episodios de descalificación personal de los y las ministras del Gobierno Sánchez por parte de los partidos de la derecha, esta semana se ha desbordado de nuevo el decoro con mutuas acusaciones de golpismo. A la acusación de PP, C’s y Vox de desmontar el sistema democrático –los dos primeros– y de “vender España” –el tercero– por las iniciativas del gabinete para reformar el sistema de elección de la cúpula del Poder Judicial y las reformas del Código Penal en materia de sedición y malversación, se ha respondido desde el PSOE comparando con el 23-F la pretensión del PP de impedir a través del Tribunal Constitucional la votación del Congreso sobre esas normas. La gravedad de la situación no debe tomarse a la ligera. Menos aún cuando salpica al máximo tribunal del Estado y al órgano de gobierno de la judicatura, el CGPJ. En la dinámica electoral de la mutua descalificación en la que han entrado como un bucle los partidos de ámbito estatal, se deteriora la fiabilidad de las instituciones democráticas a ojos de la ciudadanía. Un Parlamento reducido a terreno de juego del insulto y un Poder Judicial retratado en la politización y alineamiento sin rubor de sus miembros engrosan el discurso más populista y condiciona a la opinión pública en su percepción de lo que es legítimo y lo que no en democracia. La misma legitimidad que asistió a la mayoría del PP en 2015 para modificar el delito de malversación asiste ahora a una nueva mayoría a hacerlo en otro sentido, con independencia de la opinión que una y otra orientaciones del Código Penal se puedan tener. Se equivocarán los partidos que pretenden ser guardianes de la integridad constitucional del Estado si siguen patrimonializando las instituciones, reteniendo los cargos públicos a costa de desbordar la legalidad e involucrando al Poder Judicial en un pulso profundamente ideologizado, que acabará inhabilitando su propia naturaleza como árbitro de la legalidad y de la estabilidad institucional democrática.